Con el sol de enero dos gatitos
llegan trotando sobre la pared medianera de la quinta y ya al presentarse
quedan bautizados: Nube, por enteramente blanca, y Tigrito por su rayado
azafrán.
Cuán quejumbrosamente maúllan relamiéndose con sus lengüecitas en lo que
yo digo que es hambre y Milena considera amor.
Tigri se lanza pared abajo como
una lagartija mientras Nube se queda siempre sobre el cobertizo de herramientas
mirando con su intensa cara de luna.
Tigri irrumpe en la cocina maullando, se le enreda a Milena en los pies,
se abalanza cuando abre la nevera, come y se relame.
Atento como un niño con bigotes escruta Tigri los rumores de la lavadora
y los de la nevera, sabiendo que si vive bastante llegará a comprender el secreto del mundo.
No soporta Tigri que nadie coma o converse sin recordarle a
maullidos su presencia.
Para no ser ignorado salta Tigri sobre la mesa y escapa ante el
escándalo.
Tras cada travesura se esconde Tigri bajo los gabinetes de la cocina y
asoma sólo la cabecita.
Cuando Milena lo carga Tigri se apacigua y dobla la punta de su rabito
como una pequeña J.
En cualquier sitio de la casa se encuentra a Milena cantándole Tigrito
eres mi sol Tigrito eres mi bebé.
Al rato se cansa Tigri de tanto mimo y empieza a bañarse con la
lengüita.
Tigri se sabe galán y cuando
escapa para la sala se tira de espaldas sobre la alfombra para permitir
que le acaricien la barriga.
El paroxismo de Tigri ocurre cuando una mariposa se esconde sobre la lámpara y hay que
elevarlo para que entienda que hay cosas
fuera de su alcance.
Como consuelo Tigri salta y se traga de un solo bocado un congorocho.
En el tendedero del patio cuelgo un gabán para asolearlo y Tigri se
columpia prendido de él como un monito.
Nube y Tigri juegan en el jardín a la pelea, se acosan, se derriban,
corretean tras una culebra asustadiza.
Sobre las enredaderas del muro medianero sestea Tigri en las tardes como
una pequeña Esfinge naranja.
Amanece Tigri cariacontecido y nos cuenta una vecina que se peleó con
otro gato cuatro veces mayor, quizá su padre por lo atigrado.
Muy dócilmente se deja Tigri radiografiar donde la veterinaria y
examinar en el pecho el costurón de un dedo de largo.
Le receta la doctora antibióticos y Traumell y le digo a Milena que el
Traumell debe tomarlo ella para sobrevivir a la angustia.
Por su intemperancia es desde entonces apodado Tigri el Buscapleitos o
Tigri el Pendenciero.
Cerca de medianoche los instintos
encienden en Tigri un desasosiego que lo llama tras la casa hacia las
espesuras que dan a todas las noches del
mundo.
Trasnocha Milena mustiándose ante la pantalla de la computadora y Tigri
le araña el ventanal del jardín como apareciendo en la gran pantalla de la noche.
Por las calles de la urbanización se arrastra el Matagatos dejando dosis
de veneno para rabipelados, perros,
niños, gatos.
Los jardineros van sacudiendo de las espesuras seis cadáveres de
rabipelados, con sus colas plebeyas que las señoras empiringotadas detestan.
Salgo para el mal viaje y me despide Milena con Tigri en los brazos.
Hago vuelos desventurados, con trasbordos a medianoche en aeropuertos
distintos de ciudades hostiles, y cuando
dormito en los cielos pienso que si Tigri muriera habría que enterrarlo
en el jardín de sus favoritas mariposas.
Pero Tigri no ha muerto, protesto para sobrevolar los nubarrones del
sueño.
Al regreso Milena me dice que Tigri ha muerto.
La mañana del viernes lo encuentran como
dormido, ojos dorados abiertos,
estirado hacia el Paraíso de la cocina.
A Tigri lo entierran al pie del fanal del jardín que alumbrará sus conversaciones infinitas con el Ratón Pérez.
En la cocina quedan una escudilla con carne y un plato con leche que
nadie vacía.
En la hojarasca del patio descansa una pelota.
Bienaventurado aquél que no sobrevive a su infancia.
“¡Tigri, te amo!” grita Milena cuando oscurecen la luz del fanal los
aguaceros que Tigri tanto detesta.
(TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO)
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