Por: Iraida Vargas Arenas y Mario Sanoja Obediente
Un de los pilares centrales de la hegemonia del régimen puntofijista fue y sigue siendo el amplio espacio ideológico que le concedió a la industria cultural imperial que establece e impone los cánones éticos y estéticos, los valores culturales, la estética corporal, la creación artística, los gustos musicales, la comida chatarra, etc. y particularmente la industria cultural televisiva que le sirve de vehículo de difusión.
A partir de 1960 se produjo un reparto de áreas de influencias entre lo que fue el INCIBA, luego el CONAC y finalmente el Ministerio de Cultura, y la industria cultural. Los primeros concentraron todos sus esfuerzos y su financiamiento en promover el arte como una forma elitista de cultura que producía mercancías artísticas (principalmente) para la oligarquía, apoyada con los presupuestos del Estado, lo cual reportó pingües ganancias a conocidas mafias familiares que integraban tanto la oligarquía parasitaria, como el creciente y poderoso cartel de la industria de la comunicación; esa especie de “cultura boba”, boba en tanto no posee ningún compromiso social, fue naturalizada también por la Revolución Bolivariana, no obstante que el Comandante Chávez, en una exposición que hiciese en la antigua sede del Ateneo de Caracas en los inicios de su gobierno, esbozó un interesante proyecto que delineaba el papel estratégico de la cultura como arma política.
Lamentablemente, los personajes que fungieron posteriormente como rectores de la política cultural hasta recientemente, continuaron con mucho brío el cultivo de la “cultura boba”, estructurando un funcionariado totalmente comprometido y leal con ese proyecto. Mientras la “cultura boba” deglutía inutilmente presupuestos millonarios que solamente beneficiaban a determinadas élites, burguesas o populares, que se dicen defensoras de la cultura venezolana, la industria cultural imperial promovida por la oligarquía parasitaria local desarrollaba un proyecto contracultural afianzado en el espectáculo y la telenovela, cuya finalidad ha sido y es inducir los valores éticos y estéticos del capitalismo salvaje en la mentalidad de los venezolanos y venezolanas, sean estos de clase media o popular.
El proyecto de la industria cultural es marginador. Como dice Britto García, el marginador (la oligarquía parasitaria) niega la diversidad de su propio entorno cultural mediante la creación de un ghetto ideológico donde se condiciona su inclusión exagerando las diferencias de éste con el marginado y la marginada que son –a su vez– convertidos en sinónimo de “… lo no humano: en el bárbaro, el infrahombre, el pagano, el hereje, el esclavo, el paria, el lumpen, el enfermo mental, el disidente…, escinde el universo en un núcleo conservador de bienpensantes conformistas… opuesto a un enemigo antihumano… sobre el cual se proyectan todas las formas del mal…” Estos marginados y marginadas, sometidos también a los valores ético-culturales que proyecta la industria cultural, “…entran y salen de cada situación grupal varias veces al día…”: cuando conviven con los camaradas piensan como chavistas y revolucionarios y cuando ingresan al ámbito doméstico son presas de las redes de valores perversos que teje la industria cultural (Luis Bitto García: el Imperio Contracultural, Del Rock a la Postmodernidad).
Para que pueda reproducirse y triunfar el proyecto político de la oligarquía parasitaria capitalista venezolana, para crear y mantener su discurso hegemónico, ella creó y consolidó en el puntofijismo un aparato ideológico que concentraba diversos poderes institucionalizados: la educación privada (escuelas básicas, secundarias, universidades), la iglesia privada, los carteles de medios privados de comunicación para la venta de mercancía informativa, Fedecámaras, Consecomercio, etc.) y el ejército que en el puntofijismo se llegó a convertir en una fuerza mercenaria privada de ocupación territorial.
Desde los años cincuenta del siglo pasado ese aparato ideológico comenzó a construir su ghetto ideológico a través de programas televisados como el Show de Saume, Sábado Sensacional, el Show de Renny y las telenovelas. Mientras los primeros generalmente eran patrocinados por marcas de licores y cigarrillos que convertían a sus consumidores en una “clase social aparte” independientemente de que viviesen verdaderamente en condiciones de pobreza, las telenovelas generalmente eran patrocinadas por jabones de tocador y por detergentes para lavar la ropa cuyo target era, obviamente, la mujer que conduce la vida del hogar. Como diría Marx, se enfatizaba la creación de una falsa conciencia vía la alienación de hombres, mujeres y niños y niñas al mercado de mercancías culturales.
De aquella manera se comenzó a construir la dictadura del empresariado en la dimensión cultural de la vida social. Esa dictadura propició un frenesí exacerbado del consumo que no tenía límites. De manera coincidente se produjeron entre los años sesenta y setenta del siglo pasado el boom petrolero y la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Se trató así mismo, aprovechando la bonanza de dólares, de desarrollar el proyecto de sustitución de importaciones promovido por la CEPAL. Pero, para llevar adelante el programa de desarrollo industrial endógeno era necesaria una cantidad de mano de obra barata que la reducida población de Venezuela no podía suministrar. En consecuencia, se promovió de manera indiscriminada la inmigración de millones de ciudadanos y ciudadanas colombianos, supuestamente mejor preparados y educados que los y las nuestras; a pesar de los azares y la violencia de la guerra civil, los colombianos más educados y preparados se quedaron en Colombia en tanto que el sector de población cultural, educativa y económicamente menos favorecido de la costa atlántica colombiana, donde hoy se asientan las bandas paramiliares mas sanguinarias, inundó prácticamente el territorio venezolano afectando seriamente la raíz historico cultural de la sociedad venezolana.
Una población que a la par de ser menos favorecida, estaba maleada por la violencia de una guerra civil donde la vida del ser humano no tenía ningún valor, se insertó el micromundo que había creado la industria cultural prohijada por la oligarquía parasitaria venezolana. El deseo incontenible de poseer bienes de consumo, forma de sobreponerse a las penurias ancestrales a las cuales había sometido la oligarquía colonial cachaca a las poblaciones mulatas y negras de la costa colombiana, desató formas de violencia nunca antes vistas en la sociedad venezolana, donde un par de zapatos Nike pasaron a indicar el valor económico de una vida humana.
El consumismo, la violencia delictiva y la corrupción fueron la contribución de la industria cultural a la ruptura histórica del régimen puntofijista. La votación masiva original de los integrantes de la clase media por el proyecto liderado por el comandante Chávez estuvo motivada, en buena parte, por la idea del militar que vendría a poner orden, a eliminar físicamente a los delincuentes mediante una política de “plomo al hampa”. A mediados de la década de los años 90 del pasado siglo, la política del segundo régimen de Caldera de implantar un Código Procesal Penal auspiciado por el FMI, que aflojó las políticas represivas contra el hampa y permitió poner en libertad a gran número de delincuentes, suscitó una oleada de terror en las urbanizaciones de clase media del este y el sureste de Caracas y en la mayoría de las grandes ciudades del país. En nuestra calle, en aquellos años, el asesinato en su propia casa de un vecino, dueño de una empresa localizada en los valles del Tuy, al intentar defender arma en mano la integridad de su hogar y su familia, cohesionó a todo el vecindario en torno a un proyecto local de seguridad financiado por el colectivo.
La política revolucionaria contra la delincuencia se fundamentó en el concepto de que la delincuencia era consecuencia de la política de marginamiento social promovida por el capitalismo, lo cual es cierto, pero sin tomar en consideración las condiciones históricas y culturales, la situación de alienación ideológica de la población que había creado la industria cultural desde mediados del siglo pasado. La “cultura boba” seguía, entretanto, concentrada en organizar espectáculos recreativos y en financiar la cultura elitista que beneficiaba la hegemonía de la industria cultural imperial, la cual enriquecía cada vez más a la oligarquía parasitaria venezolana.
Sería muy largo hacer la historia de este proceso que nos ha llevado hasta la situación actual: el asesinato (nosotros seguimos creyendo hasta nuevas evidencias que es sicariato) de una joven y bella actriz de televisión y de su marido, hecho que ha revuelto las sucias aguas del charco de la industria cultural televisiva y puesto en evidencia la indefensión en que se encuentra el Estado venezolano ante la acentuación de los efectos perversos acumulados durante décadas de dictadura de esa industria cultural, factor principal de la aberración consumista que ha adoptado el pueblo venezolano, la cual legitima los fines de la actual guerra económica que mantiene la burguesía paasitaria contra la Revolución Bolivariana. Esta dolorosa coyuntura está siendo vivida con mayor o menor violencia por el resto de las naciones latinoamericanas sometidas igualmente a la industria cultural imperial, pero creemos que en Venezuela todavía el Estado está a tiempo para extirparla y replantear otras formas verdaderamente creativas, educativas y éticas para el disfrute del tiempo libre.
Finalmente, la Revolución Bolivariana parece darse cuenta cabal de la función política que juega la cultura en la vida de una sociedad. Los dueños de las televisoras ya se habían dado cuenta de ello desde hace décadas y actuaron en consecuencia para promover sus intereses personales. Hoy nos quedan pocas alternativas en el corto plazo: hacer efectiva la propiedad del Estado del espacio radioeléctrico y prohibir la transmisión de telenovelas, al menos en los horarios estelares. En nuestra limitada experiencia, los gobiernos de muchos países capitalistas, Francia entre ellos, ejercen un severo control sobre la industria cultural televisiva, reconociendo el efecto letal que tienen sus productos sobre la mente de los ciudadanos y ciudadanas ¿Algún medio de comunicación privado acusa al gobierno francés de enemigo de la libertad de expresión? En Venezuela la clase política, incluida buena parte de la bolivariana, trata a los empresarios de la industria cultural televisiva con algodones. ¿No ha sido suficiente esta mortífera ola de violencia que envuelve la sociedad venezolana para convencerlos del carácter criminal que anima a esos empresarios? ¡Allí anidan los huevos de la serpiente! Puede estar segura la clase política bolivariana que la mayoría de los venezolanos y venezolanas de bien apoyará la eliminación de las miasmas delictivas que produce esa cloaca abierta de la industria cultural televisiva venezolana.
A partir de 1960 se produjo un reparto de áreas de influencias entre lo que fue el INCIBA, luego el CONAC y finalmente el Ministerio de Cultura, y la industria cultural. Los primeros concentraron todos sus esfuerzos y su financiamiento en promover el arte como una forma elitista de cultura que producía mercancías artísticas (principalmente) para la oligarquía, apoyada con los presupuestos del Estado, lo cual reportó pingües ganancias a conocidas mafias familiares que integraban tanto la oligarquía parasitaria, como el creciente y poderoso cartel de la industria de la comunicación; esa especie de “cultura boba”, boba en tanto no posee ningún compromiso social, fue naturalizada también por la Revolución Bolivariana, no obstante que el Comandante Chávez, en una exposición que hiciese en la antigua sede del Ateneo de Caracas en los inicios de su gobierno, esbozó un interesante proyecto que delineaba el papel estratégico de la cultura como arma política.
Lamentablemente, los personajes que fungieron posteriormente como rectores de la política cultural hasta recientemente, continuaron con mucho brío el cultivo de la “cultura boba”, estructurando un funcionariado totalmente comprometido y leal con ese proyecto. Mientras la “cultura boba” deglutía inutilmente presupuestos millonarios que solamente beneficiaban a determinadas élites, burguesas o populares, que se dicen defensoras de la cultura venezolana, la industria cultural imperial promovida por la oligarquía parasitaria local desarrollaba un proyecto contracultural afianzado en el espectáculo y la telenovela, cuya finalidad ha sido y es inducir los valores éticos y estéticos del capitalismo salvaje en la mentalidad de los venezolanos y venezolanas, sean estos de clase media o popular.
El proyecto de la industria cultural es marginador. Como dice Britto García, el marginador (la oligarquía parasitaria) niega la diversidad de su propio entorno cultural mediante la creación de un ghetto ideológico donde se condiciona su inclusión exagerando las diferencias de éste con el marginado y la marginada que son –a su vez– convertidos en sinónimo de “… lo no humano: en el bárbaro, el infrahombre, el pagano, el hereje, el esclavo, el paria, el lumpen, el enfermo mental, el disidente…, escinde el universo en un núcleo conservador de bienpensantes conformistas… opuesto a un enemigo antihumano… sobre el cual se proyectan todas las formas del mal…” Estos marginados y marginadas, sometidos también a los valores ético-culturales que proyecta la industria cultural, “…entran y salen de cada situación grupal varias veces al día…”: cuando conviven con los camaradas piensan como chavistas y revolucionarios y cuando ingresan al ámbito doméstico son presas de las redes de valores perversos que teje la industria cultural (Luis Bitto García: el Imperio Contracultural, Del Rock a la Postmodernidad).
Para que pueda reproducirse y triunfar el proyecto político de la oligarquía parasitaria capitalista venezolana, para crear y mantener su discurso hegemónico, ella creó y consolidó en el puntofijismo un aparato ideológico que concentraba diversos poderes institucionalizados: la educación privada (escuelas básicas, secundarias, universidades), la iglesia privada, los carteles de medios privados de comunicación para la venta de mercancía informativa, Fedecámaras, Consecomercio, etc.) y el ejército que en el puntofijismo se llegó a convertir en una fuerza mercenaria privada de ocupación territorial.
Desde los años cincuenta del siglo pasado ese aparato ideológico comenzó a construir su ghetto ideológico a través de programas televisados como el Show de Saume, Sábado Sensacional, el Show de Renny y las telenovelas. Mientras los primeros generalmente eran patrocinados por marcas de licores y cigarrillos que convertían a sus consumidores en una “clase social aparte” independientemente de que viviesen verdaderamente en condiciones de pobreza, las telenovelas generalmente eran patrocinadas por jabones de tocador y por detergentes para lavar la ropa cuyo target era, obviamente, la mujer que conduce la vida del hogar. Como diría Marx, se enfatizaba la creación de una falsa conciencia vía la alienación de hombres, mujeres y niños y niñas al mercado de mercancías culturales.
De aquella manera se comenzó a construir la dictadura del empresariado en la dimensión cultural de la vida social. Esa dictadura propició un frenesí exacerbado del consumo que no tenía límites. De manera coincidente se produjeron entre los años sesenta y setenta del siglo pasado el boom petrolero y la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Se trató así mismo, aprovechando la bonanza de dólares, de desarrollar el proyecto de sustitución de importaciones promovido por la CEPAL. Pero, para llevar adelante el programa de desarrollo industrial endógeno era necesaria una cantidad de mano de obra barata que la reducida población de Venezuela no podía suministrar. En consecuencia, se promovió de manera indiscriminada la inmigración de millones de ciudadanos y ciudadanas colombianos, supuestamente mejor preparados y educados que los y las nuestras; a pesar de los azares y la violencia de la guerra civil, los colombianos más educados y preparados se quedaron en Colombia en tanto que el sector de población cultural, educativa y económicamente menos favorecido de la costa atlántica colombiana, donde hoy se asientan las bandas paramiliares mas sanguinarias, inundó prácticamente el territorio venezolano afectando seriamente la raíz historico cultural de la sociedad venezolana.
Una población que a la par de ser menos favorecida, estaba maleada por la violencia de una guerra civil donde la vida del ser humano no tenía ningún valor, se insertó el micromundo que había creado la industria cultural prohijada por la oligarquía parasitaria venezolana. El deseo incontenible de poseer bienes de consumo, forma de sobreponerse a las penurias ancestrales a las cuales había sometido la oligarquía colonial cachaca a las poblaciones mulatas y negras de la costa colombiana, desató formas de violencia nunca antes vistas en la sociedad venezolana, donde un par de zapatos Nike pasaron a indicar el valor económico de una vida humana.
El consumismo, la violencia delictiva y la corrupción fueron la contribución de la industria cultural a la ruptura histórica del régimen puntofijista. La votación masiva original de los integrantes de la clase media por el proyecto liderado por el comandante Chávez estuvo motivada, en buena parte, por la idea del militar que vendría a poner orden, a eliminar físicamente a los delincuentes mediante una política de “plomo al hampa”. A mediados de la década de los años 90 del pasado siglo, la política del segundo régimen de Caldera de implantar un Código Procesal Penal auspiciado por el FMI, que aflojó las políticas represivas contra el hampa y permitió poner en libertad a gran número de delincuentes, suscitó una oleada de terror en las urbanizaciones de clase media del este y el sureste de Caracas y en la mayoría de las grandes ciudades del país. En nuestra calle, en aquellos años, el asesinato en su propia casa de un vecino, dueño de una empresa localizada en los valles del Tuy, al intentar defender arma en mano la integridad de su hogar y su familia, cohesionó a todo el vecindario en torno a un proyecto local de seguridad financiado por el colectivo.
La política revolucionaria contra la delincuencia se fundamentó en el concepto de que la delincuencia era consecuencia de la política de marginamiento social promovida por el capitalismo, lo cual es cierto, pero sin tomar en consideración las condiciones históricas y culturales, la situación de alienación ideológica de la población que había creado la industria cultural desde mediados del siglo pasado. La “cultura boba” seguía, entretanto, concentrada en organizar espectáculos recreativos y en financiar la cultura elitista que beneficiaba la hegemonía de la industria cultural imperial, la cual enriquecía cada vez más a la oligarquía parasitaria venezolana.
Sería muy largo hacer la historia de este proceso que nos ha llevado hasta la situación actual: el asesinato (nosotros seguimos creyendo hasta nuevas evidencias que es sicariato) de una joven y bella actriz de televisión y de su marido, hecho que ha revuelto las sucias aguas del charco de la industria cultural televisiva y puesto en evidencia la indefensión en que se encuentra el Estado venezolano ante la acentuación de los efectos perversos acumulados durante décadas de dictadura de esa industria cultural, factor principal de la aberración consumista que ha adoptado el pueblo venezolano, la cual legitima los fines de la actual guerra económica que mantiene la burguesía paasitaria contra la Revolución Bolivariana. Esta dolorosa coyuntura está siendo vivida con mayor o menor violencia por el resto de las naciones latinoamericanas sometidas igualmente a la industria cultural imperial, pero creemos que en Venezuela todavía el Estado está a tiempo para extirparla y replantear otras formas verdaderamente creativas, educativas y éticas para el disfrute del tiempo libre.
Finalmente, la Revolución Bolivariana parece darse cuenta cabal de la función política que juega la cultura en la vida de una sociedad. Los dueños de las televisoras ya se habían dado cuenta de ello desde hace décadas y actuaron en consecuencia para promover sus intereses personales. Hoy nos quedan pocas alternativas en el corto plazo: hacer efectiva la propiedad del Estado del espacio radioeléctrico y prohibir la transmisión de telenovelas, al menos en los horarios estelares. En nuestra limitada experiencia, los gobiernos de muchos países capitalistas, Francia entre ellos, ejercen un severo control sobre la industria cultural televisiva, reconociendo el efecto letal que tienen sus productos sobre la mente de los ciudadanos y ciudadanas ¿Algún medio de comunicación privado acusa al gobierno francés de enemigo de la libertad de expresión? En Venezuela la clase política, incluida buena parte de la bolivariana, trata a los empresarios de la industria cultural televisiva con algodones. ¿No ha sido suficiente esta mortífera ola de violencia que envuelve la sociedad venezolana para convencerlos del carácter criminal que anima a esos empresarios? ¡Allí anidan los huevos de la serpiente! Puede estar segura la clase política bolivariana que la mayoría de los venezolanos y venezolanas de bien apoyará la eliminación de las miasmas delictivas que produce esa cloaca abierta de la industria cultural televisiva venezolana.