Luis Britto García
No se puede escalar el Sinaí de la literatura sin
regresar con un Decálogo. El estilo de un escritor nace de un conjunto de reglas internas, no
explícitas, quizá inconscientes, pero que rigen la totalidad de su obra.
Habrá tantos Decálogos como escritores, a veces redactados expresamente como
Tablas de la Ley, a veces espigados por
los críticos de una que otra frase suelta del autor. En este revoltillo de escrituras sagradas,
como en la literatura, hay contradicciones, pero también repeticiones
significativas.
I. LEE
Lo más parecido a la unanimidad es el
consejo de que quienes aspiran a ser leídos comiencen por leer ellos mismos.
Advierte Antón Chejov que. "Es posible que no
consiga escribir, pero ni siquiera en ese caso el viaje pierde su fascinación:
leyendo, mirando y escuchando, descubrirá y aprenderá muchas cosas". Y
resume: “Leer es la mejor manera de viajar sin moverse”. Añade Ernest
Hemingway: “Lee sin tregua. Escucha música y
mira pintura”. Jorge Luis Borges confiesa que “Uno no es lo que es por lo que
escribe, sino por lo que ha leído”. Dice
ser lector hedónico, sólo por placer y
nunca por deber, pues “el verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta
'el modo imperativo'”. Y en un verso desgarrador, confiesa: “Yo, que me imaginaba el
Paraíso/bajo la especie de una biblioteca”. Añade Carlos Fuentes: "Tienes
que amar la lectura para poder ser un buen escritor, porque escribir no empieza
contigo". Compendia James Joyce: “Está bien
hablar de libros, pero es mejor leerlos”. Aunque, advierte: “La vida es
demasiado corta para leer malos libros”. (E incluso para leer todos los buenos).
II. AÍSLATE
¿Es la escritura actividad sociable,
coartada para peñas, tertulias,
camarillas, mafias, sociedades del bombo mutuo y demás perversiones del rebaño? “Al
ser incapaz de hacer que la gente sea más razonable, he preferido ser feliz
lejos de ellos”, sentencia Voltaire. Añade Honorato de Balzac: “La soledad está
bien, pero necesitas que alguien te diga que la soledad está bien”. Coleridge
no concluye su poema magistral “Kluba Khan” porque un desconocido le espanta
la inspiración con una pregunta
trivial. Flaubert planea difundir la falsa noticia de su muerte para que lo
dejen escribir tranquilo. Proust compra
el apartamento encima del suyo para que ningún ruido le recuerde la presencia
humana. “No es la escritura en
sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible
escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera”,
sentencia Antón Chéjov. Virginia
Woolf clama por una habitación propia, para eludir intrusiones domésticas. “Los
libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Es un acto solitario y, a
veces, aterrador”, advierte Carlos Fuentes. Aconseja
Hemingway para el momento de escribir
dar la dirección de un hotel y alojarse en otro. Y añade: “Los
escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus
obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia”. Phillip K. Dick dedica su
obra maestra The man on the high castle
“A Ann, mi mujer, sin cuyo silencio no hubiera podido escribir este libro”. Confiesa
Franz Kafka: “Hay ocasiones en que estoy convencido de que no soy apto para
ninguna relación humana”. “Solidario, solitario”, recomienda
Albert Camus. “El infierno son los otros”, advierte Jean Paul Sartre. La
escritura es el recurso para estar presente y a la vez excluido de ese Averno. Por
su soledad, el gran escritor deviene compañía de todo el género humano.
Toda escritura es intento de descifrar la
vida, bien acometiéndola para sufrirla, bien alejándola para examinarla.
Décadas pasó Herman Melville huyendo de caníbales y asesinando cetáceos en el
Pacífico antes de poder resumir su misterio en el silencio de una ballena
blanca. Esperar infructuosamente la descarga de un pelotón de fusilamiento
permitió a Fiodor Mijailovich Dostoievski intuir la “presencia de la divina
armonía” en el aura que precede al ataque de epilepsia. El encierro en la
prisión gomecista de La Rotunda inspira a Leoncio Martínez y José Rafael
Pocaterra sus mejores páginas. De
similares agonías surge la literatura amorosa de Stendhal y Ramón del Valle
Inclán. La única justificación del sufrimiento es que incita a describirlo con
la equivocada intención de aliviarlo.
IV. RITUALIZA
Todo rito invoca lo invisible mediante lo visible. Las
manías no sustituyen el trabajo, pero lo propician. Diderot escribe en bata de raso; Oscar Wilde se rodea de lujos; Flaubert inhala
pipa y media por página; Simenon bebe
botella de Bourdeaux por capítulo; Colette devora cordero, Hemingway
teclea parado ante una cómoda. Parte del ritual comprende utensilios de los que
no hay que separarse: la dama de corte Sei Shonagon anota el Makura no Soshi en cuadernos cosidos
que oculta en la cabecera del lecho. John Steinbeck afila sesenta lápices. Gómez
de la Serna escribe con ocho estilográficas
que sangran tinta roja. Kerouac mecanografía en una inmensa tira de papel enrollado. Inútil elevar a preceptos las ceremonias que
atraen la inspiración: cada oficiante formula una, válida sólo para él mismo.
V. INSPÍRATE
¿Existe la inspiración? De ella afirma Honoré de
Balzac que “es la oportunidad del genio”; vale decir, hay que atraparla en
cuanto se manifiesta. ¿Se la puede forzar con pociones mágicas? Anota también
Balzac que “Mucha gente dice que el café los inspira, pero, como todos saben, el
café solo hace que las personas aburridas sean aún más aburridas”.
Lo mismo puede decirse de todas las sustancias que supuestamente abren la vía
al genio: éste sólo sale si ya está allí. Maupassant aspira éter, Thomas de
Quincey, Aldous Huxley, Baudelaire y
Antonin Artaud experimentan con alucinógenos, pero sus mejores obras
fueron escritas antes de las experiencias y de éstas no salió nada trascendente. Balzac se
envenena con sobredosis de café, pero quien las bebía era nada menos que
Balzac. Phillip K. Dick se interna en
infiernos multidimensionales con
anfetaminas y ácido lisérgico, pero lo hace para sobrevivir escribiendo por
míseras remuneraciones en 30 años 45 novelas y cinco libros de cuentos. La
inspiración es un estado sagrado, que algunos quieren comparar a la embriaguez. James Joyce afirma que “En la embriaguez
[…] en estar siempre ebrio de vida, como dice Rimbaud, […] radica el aspecto
emocional del arte; pero luego está la disposición intelectual, la que lleva a
diseccionar la vida. Esto es lo que más me interesa ahora: llegar al residuo de
la verdad sobre la vida, en lugar de magnificar ésta a base de sentimentalismo,
actitud esencialmente falsa”. William Burroughs consume todas las sustancias
sicotrópicas, estupefacientes y sicodélicas que encuentra, y luego corta por la
mitad verticalmente sus manuscritos y los ensambla al azar. La
inspiración no es quizá más que fruto del obsesivo y sistemático trabajo de la
mente en busca de un tema. Prefiero compararla al enamoramiento. “No
sé si existe, pero si llega, debe encontrarme trabajando”, afirma categórico
Picasso.
TEXTO/IMÁGENES: LUIS BRITTO