Luego, si uno de estos hombres, hábiles en el arte de imitarlo todo y de
adoptar mil formas diferentes, viniese a nuestra ciudad para obligarnos a
admirar su arte y sus obras, nosotros le rendiríamos homenaje, como a un hombre
divino, maravilloso y arrebatador, pero le diríamos que nuestro Estado no puede
poseer un hombre de su condición, y que no nos era posible admitir persona
semejante.
Platón: La
República.
La noche en que Dionisio,
tirano de Siracusa, cedió a las resplandecientes seducciones de Platón y
ofreció su apoyo para la creación de la perfecta República de los filósofos,
las estrellas gravitaban dolorosas y bajas, y Dionisio sintió que perforaban su
pecho para encarnizarle el dolor de separarse de aquel hombre de amor y palabra
perfectos que tan bien había musitado en sus oídos la razón de las tinieblas. La República de los filósofos
se instauró al sur de Siracusa, en las colinas horadadas de cavernas desde
cuyas profundidades el mundo exterior podía ser considerado como pura sombra o
mera fábula. Eran comunes los bienes, las mujeres y las tinieblas. Una casta de
guardianes de hierro se ocupaba de rechazar al enemigo —los poetas— y de buscar
el único bien —la verdad. En rondas infinitas tanteaban galerías oscuras o
perforaban túneles geométricos intentando asirla en sus escondrijos situados
más allá de la apariencia sensible y el error de las opiniones. Dieron al fin
en buscarla en cada cosa, desechando los accidentes de la misma, y por tanto
destruyéndola en la vana persecución de sus esencias. Así, astillaban una silla
buscando librarla de todo lo que no era la esencia de la silla, y
viviseccionaban un niño esperando despojarlo de todo lo que en él no era el
niño, y escindían a los hombres en productores de bronce, guerreros de hierro y
filósofos de oro, y destruían los objetos porque su presencia no los privara de
la contemplación última de estructuras tan puras, que sin existir borraban en
un manchón informe este mundo y su existencia. Un invierno de destrucción y de
lóbregas pesquisas los convenció de que nada llegaba a buen término porque
habían sido infiltrados por el enemigo.
Habían sido inútiles los sistros
crucificados a la entrada de las cuevas: en la República de los
filósofos había entrado un poeta. Pero los hombres de hierro vacilaron,
perplejos. Ninguno de ellos sabía qué cosa es un poeta. Razonaron por fin que,
así como un diamante raya otro diamante, sólo un poeta puede conocer qué cosa
es un poeta, y odiarlo lo suficiente como para prohibirle la entrada en su
reino. La persecución progresó en espirales dialécticas hacia el torbellino de
las cavernas centrales. Platón escapó arrojando su corona de oro y deslizándose
entre el laberinto de las progresiones de sombras. No abrió los ojos al salir
al exterior. Sus perseguidores cayeron, gritando que la luz les había
enceguecido. Así fue como Platón pudo abordar la barca de pescador que le
permitió huir a Siracusa, y tomar el barco que lo llevaría a Egina, donde fue
vendido como esclavo.
(TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO)