Luis Britto García
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En los
despectivos diagnósticos sobre la Unión Soviética poco se citan sus aportes a
la cultura y la estética. Toda verdadera Revolución crea un arte revolucionario. Las vanguardias soviéticas inauguran la
contemporaneidad. Sus constructivistas inventan el abstraccionismo, la nueva
arquitectura funcional, el moblaje sin adornos inútiles, indumentarias cómodas
y audaces. Sus diseñadores reinventan el arte gráfico, plasman carteles
políticos que son alaridos visuales. Sus
cineastas desarrollan el lenguaje del cinematógrafo como obra de arte. Sus
músicos componen sinfonías que utilizan las posibilidades percutivas de los instrumentos,
algunas a ser interpretadas con los estruendos de maquinarias
industriales. Sus poetas prescinden de la rima y vociferan poemas agresivos
como manifiestos. En algún momento el arte oficial retornará a un realismo socialista
lírico o una figuración irónica que la crítica occidental desdeñará para luego
exaltarla cuando sus artistas la reciclen como
Pop o hiperrealismo. Casi no hay audacia estilística del siglo XX que
no deba algo a las primeras décadas de
la Revolución.
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La Unión Soviética es la verdadera triunfadora de la Segunda Guerra Mundial, al costo de unos 27 millones de vidas y de la descomunal devastación de lo logrado en un cuarto de siglo. Los Aliados la dejan combatir casi sola contra el fascismo antes de desembarcar el primer soldado en la Europa continental a mediados de 1944. Son los soviéticos quienes izan la bandera roja sobre Berlín. Desde entonces los Aliados inician contra ella la Guerra Fría, que la fuerza a dilapidar en la carrera armamentista parte significativa de su producción y a reforzar e intensificar sus mecanismos de seguridad.
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Las revoluciones
brotan en el espacio que les abre la pugna entre potencias preexistentes. La soviética surgió
del resquicio abierto por la lucha entre los imperios inglés, francés,
estadounidense y alemán. Pero, una vez instalada, la contienda de las potencias
occidentales contra ella liberó espacios para el surgimiento de nuevas
revoluciones: la yugoslava, la china, la coreana, la vietnamita, la afgana, la
camboyana, la cubana. Su veto en el Consejo de Seguridad de la ONU impidió o
estorbó muchas de las peores tropelías estadounidenses; su apoyo facilitó la
descolonización de muchos países y los ayudó a mantener su independencia. La
Unión Soviética sirvió de contrapeso internacional a unos Estados Unidos que de
no ser por ella habrían esclavizado el planeta. Su presencia garantizó el equilibrio del mundo.
Su ejemplo sirvió de inspiración en la lucha por un futuro igualitario,
pacífico, socialista, humano.
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¿Por qué se
desintegró un país que había obtenido tales logros? La disolución de
la Unión Soviética se forzó contra la voluntad de su
pueblo. En marzo de 1991 el 77,8% de los votantes se pronunció en referendo a
favor de su preservación. Su
inmolación Soviéticano fue obra del comunismo, sino
del neoliberalismo forzado el mismo año por el Presidente de Rusia Boris
Yeltsin mediante un golpe de Estado en el cual derruyó a cañonazos la Duma
-el
Poder Legislativo que lo había elegido-
ametralló entre doscientos y dos mil ciudadanos que protestaban contra
sus medidas capitalistas, ilegalizó al
Partido Comunista, y a sangre y fuego impuso la economía de mercado.
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Una Revolución
es una guerra a la vez interna y externa, y no hay guerra sin víctimas. Sus
enemigos atribuyen al poder soviético la creación de drásticos aparatos
represivos que habrían causado enormes cifras de víctimas, en magnitudes fantasiosas y no verificadas. El libro de
Domenico Losurdo Stalin: análisis y crítica de una Leyenda Negra (2011) reduce los cálculos a una
perspectiva realista. Lo cierto es que si una camarilla de enemigos del
socialismo pudo penetrar los mandos soviéticos y destruirlos contra la voluntad
del pueblo, tales aparatos o no funcionaban, o estaban de vacaciones, o no reprimían.
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El
horror económico inherente a todo ajuste neoliberal no se hizo esperar. Las
empresas y fábricas creadas por el pueblo fueron privatizadas en baratillo a
precios irrisorios. El PIB cayó un 19%; el nivel de vida 49%; la producción
industrial 46%; las inversiones 25%; la deuda pública y la pobreza aumentaron
un 11% y un 40% respectivamente. (https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-verdad-sobre-la-guerra-ruso-ucraniana/). Los trabajadores
perdieron derechos y empleos, los jubilados sus pensiones, casi todos quedaron sin asistencia médica gratuita.
La pobreza creció del 3% en 1988 al 32%
en 1994; el alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia organizada y los
suicidios se incrementaron vertiginosamente.
La esperanza de vida cayó al nivel histórico más bajo en tiempos de paz;
ocurrieron más de 4 millones de muertes
prematuras («The effect
of rapid privatisation on mortality in mono-industrial towns in post-Soviet
Russia: a retrospective cohort study». The
Lancet Public Health. 1 de mayo de 2017). La segunda potencia del mundo perdió
la tercera parte de su territorio sin disparar un tiro, y descendió a juguete
de mafias criminales y especuladores, fraccionada, atropellada, humillada.
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¿Cómo consintió tal degradación el pueblo que
salvó al género humano del fascismo? Un sistema persistentemente agredido
tiende a defenderse adoptando estructuras verticales y concentrando la toma y
ejecución de decisiones. La autocracia zarista había inculcado una tradición de
la obediencia que facilitó este proceso.
La Revolución surgió del partido de cuadros, un ejército político de profesionales
de la insurrección sometidos a la disdiplina del centralismo democrático.
Parecería que estas prácticas a la larga crearon una clase de administradores
privilegiados que fueron omitiendo cada vez más la participación popular. Esta
es una tendencia generalizada en el sistema
industrial, tanto el socialista como el capitalista. Sucesivamente la
denunciaron autores como León Trotsky en La
Revolución traicionada (1936), James Burnham en La Revolución de los Directivos (1941), Milovan Djilas en La Nueva Clase (1957), Michael Voslensky en La
nomenklatura: los privilegios en la URSS (1984). En todo el mundo, el
complejo manejo real de la economía y
del poder estaría pasando progresivamente de propietarios o pueblos a un
cerrado estamento de administradores que tomaría las decisiones fundamentales y
las orientaría hacia el propio beneficio. En la Unión Soviética parte del
Partido Comunista se habría convertido
en clase política privilegiada cuyos
miembros renegaron del ideal socialista
y decidieron pasar de administradores
públicos a propietarios privados. Nunca falta el oportunista dispuesto a todo por una migaja de poder, incluso a fingirse socialista o pretenderse
revolucionario. La obediencia, la
disciplina y el alejamiento de la participación política inculcadas ancestralmente al pueblo le
impidieron defenderse masiva y organizadamente de esta traición. Así nos dejó
la tarea de crear una nueva Unión, más perfecta y esta vez indestructible.