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Tengo el
privilegio de no haber cursado estudios universitarios aburridos. Nada
más el primer año viví la protesta estudiantil contra una dictadura que parecía
inconmovible, un allanamiento de la universidad, tres sublevaciones militares,
la rebelión popular del 23 de enero de 1958 que acabó con la autocracia, cuatro
gobiernos consecutivos, un Presidente de la República excéntrico
llamado Edgar Sanabria que nos daba
clases de Derecho Romano en latín a las que llegaba en autobús, un millar de tiroteos y manifestaciones en
contra y a favor de todo, y conocí a Jaime Ballestas y a Augusto Hernández.
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A tal país, tal adolescencia. No
extrañará a los lectores que los tres recién conocidos instaláramos una Agencia
del Mal que se especializaba en sabotear los comienzos de curso poniendo carteles fraudulentos sobre las materias que
se daban en cada aula, cambiando los letreros de los baños de Damas y Caballeros,
dando lecciones inaugurales con falsos profesores irascibles, interrumpiendo
clases para aplicar supuestos test sicológicos imposibles de contestar. En el
primer Carnaval conecté las mangueras de bomberos para barrer a los que venían
a mojarnos con baldes. Imprimimos tarjetas invitando para fiestas inexistentes
y fijamos afiches para conferencias polémicas cuyos ponentes jamás se
presentaron. En uno de los primeros grabadores portátiles que llegaron al país
grabamos un supuesto comunicado de Golpe de Estado, lo tocamos en un automóvil
mientras íbamos a la
Universidad , y los pasajeros dejaron el vehículo dando gritos
hasta que suspendieron las clases. Jaime Ballestas y quien suscribe dejamos el
nihilismo por el anarquismo utópico, y publicamos murales, regularmente robados por los escuálidos de la
época.
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Augusto Hernández venía de México, donde
la dictadura había exiliado a su padre Luis Hernández Solís. Lo admirábamos
porque se había escapado de la casa y recorrido el país azteca en plan de gamberro
hasta que lo encontraron gracias a un cartel en el cual lo describían como
Popeye, por sus fuertes antebrazos. La naturaleza tiene su propio sistema de
control de plagas. Descalzos y con bombonas de aire comprimido en las espaldas
bajábamos el acantilado de Tarma para hacer submarinismo; en un lanchón de
madera que las olas volcaron varias veces navegábamos para bucear de noche.
Recuerdo a Augusto, ya fumando frenéticamente, derramando chispas sentado
siempre sobre el tanque de gasolina.
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Dejamos esta vida apacible para entrar
en los sesenta al mundo de ediciones confiscadas, pregoneros muertos a tiros y
citaciones para la Digepol
de quienes hacíamos periodismo de
oposición en La Pava Macha , de Kotepa
Delgado, y Clarín, de José Vicente
Rangel. Los novatos alternábamos con implacables bolcheviques como Aníbal y
Aquiles Nazoa, Manuel Caballero y Pedro León Zapata. Augusto se reveló como un
percutiente redactor humorístico. Cuando estalló la rebelión del Carupanazo,
él, Jaime y el suscrito llegamos a Margarita para conseguir lancha y
radioemisor y transmitir desde Carúpano lo que sucedía. Lo logramos en
el instante en que la rebelión era sofocada. Cuando Kennedy visitó Venezuela en 1961, se volvió a
escapar Augusto de su casa con un rifle de cacería. El paciente Luis Hernández
Solís lo mandó a estudiar a Londres, de donde no tardó en escaparse de la Universidad.
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Reencuentro a Augusto como director de
Radio Aeropuerto, emisora donde locutoras sexagenarias anunciaban la salida y
la llegada de los vuelos con voces de aeronáutica sensualidad. En el ambiente
frenético superheterodino Augusto hacía Nuevo Periodismo en el programa “Kung
Fu de Noticias”, torneo de improvisaciones humorísticas desconcertantes donde
terciábamos Jaime Ballestas, Marianela Salazar y de vez en cuando el suscrito.
En la dirección había perpetua partida
de dardos y naipes donde se ganaban y
perdían fortunas pero se seguía jugando hasta que todo se nivelaba en medio de
la nube de nicotina con la cual Augusto perseguía su destino. Seguíamos
intentando infructuosamente ahogarnos. Una vez Jaime y Augusto se lanzaron con
tal prisa al abismo de Bonaire donde yacen los restos del “Ilse Hooker”, que
descuidaron atar el cabo del velero a la boya y me tocó pescarlo y amarrarlo
para evitar que quedáramos abandonados en medio del mar. En otra oportunidad buceábamos al Norte de
Margarita cuando nos sorprendió una poderosa remoción de las aguas y un chorro
de vapor. Las ballenas nos decían adiós.
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No hay mejor amistad que alejarse cuando
los destinos divergen. Por influencias de Luis Hernández Solís, desempeñó
Augusto una polémica gobernación en Margarita, durante la cual los adversarios
le reprocharon haber exiliado al artista conceptual Juan Loyola y malversación
de fondos, conducta que suena mal pero que se limita a aplicar créditos del
Presupuesto destinados a un objeto a otro objetivo distinto, sin apropiarse un
centavo. Aclarado todo, se encerró en Pampatar, en una nube de nicotina y
amigos, trabajando un periodismo combativo que nos valió el honor compartido de
ser censurados, vetados y expulsados por periódicos de circulación nacional por
no compartir la línea editorial golpista. Puso siempre Augusto su jovial pluma
del lado del bolivarianismo, sin incurrir nunca en incondicionalidad y sí
muchas veces en ásperas y pertinentes críticas. “Una revolución nos espera para
perfeccionarla”, escribió en su postrer artículo en Últimas Noticias. Así permaneció cerca del mar, esperando el adiós
de las ballenas, hasta que medios frecuentemente mal informados reseñaron su desaparición
por insuficiencia pulmonar. Para mí que
volvió a escaparse de su casa. Quienes lo hayan visto favor informar sobre su
paradero. Es fácil de reconocer por sus antebrazos muy desarrollados, por los
cuales responde al apodo de Popeye.