La oposición fracasa estruendosamente en sus intentos de derrocar al Presidente de Venezuela. Ensaya la pertinaz campaña de prensa, los sermones de una jerarquía eclesiástica engreída, la conjura económica de los amos del país, el alzamiento militar. Las revueltas causan enormes daños económicos, pero el Presidente y los voluntarios que siempre acuden a defenderlo las derrotan y consolidan la indoblegable política nacionalista.
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Una oposición apátrida derrotada acude irremisiblemente a la intervención extranjera ¿Los acorazados y los proyectiles de los imperios le entregarán el poder que sus fuerzas le negaron a sus ansias? Los leguleyos preparan el camino a bombas y marines con trampajaulas jurídicas. Empresas transnacionales agitan reclamaciones exageradas contra Venezuela. Sus aspiraciones son tan descabelladas, que en sus contratos de interés público con el Estado exigen omitir la cláusula del artículo 149 de la Constitución, según la cual “las dudas y controversias que puedan suscitarse sobre su inteligencia y ejecución, serán decididas por los tribunales venezolanos y conforme a las leyes de la República, sin que puedan tales contratos ser, en ningún caso, motivo de reclamaciones”. Así pretenden arrastrar a Venezuela ante tribunales y árbitros foráneos que ignorarán nuestras leyes. La sentencia del juez extranjero es el prólogo del bombardeo.
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En su columna de El Resumen, Simón Barceló denuncia que la falta de tal cláusula “mañana puede ensangrentar a Venezuela o exponerla a vejámenes, gracias a la voluntaria omisión del artículo 149 de la Constitución”. Y en efecto, el gobierno alemán participa al de Estados Unidos que “se considerará si es suficiente medida de coerción el bloqueo de los dos puertos venezolanos más importantes”. Insolencia a la cual responde en 1902 nuestro canciller López Baralt que “legislar sólo para los naturales y dejar abierta a los extranjeros la práctica de un derecho especial, ejercido con la intervención de los representantes de otros Gobiernos, sería exponer a los países que están llamados a crecer por efecto de la inmigración, a degenerar en simples factorías, con mengua de la propia calidad de Estados políticos que ocupan en el concierto internacional” (Ramón J. Velásquez: La caída del liberalismo amarillo, p.292).
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Para noviembre de 1902 Estados Unidos dirige notas diplomáticas a Inglaterra y Alemania participando que no se opondrá a que hagan uso de la fuerza contra Venezuela. Es la señal para que oportunistas como César Zumeta y Barret de Nazaris propongan pagar a los acreedores asumiendo un nuevo y colosal empréstito en condiciones aplastantes que significarían la total entrega del país. Una demoledora campaña internacional de prensa acumula epítetos, injurias, insultos y falsedades contra el presidente Cipriano Castro. El representante alemán Von Pilgrim Baltazzi y el inglés Haggard participan al canciller López Baralt que sus países se han coligado contra Venezuela. Italia se suma a ellos, esperando recoger los despojos. Un siglo más tarde se agavillarán para destruir y saquear Libia.
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El descubrimiento de América financió la unificación de los Estados nacionales europeos y los más tempranamente unificados asaltaron el planeta. Primero España, luego Inglaterra, después Holanda, posteriormente Francia conquistaron y saquearon territorio tras territorio en América, África, Asia. La doctrina de la expansión naval fue sistematizada por el estadounidense Alfred Thayer Mahan en su libro de 1890 The influence of sea power upon History: “El uso y control debidos del mar no es más que un eslabón en la cadena de intercambio por la que se acumula la riqueza, pero es el eslabón principal”. A partir de la guerra de Secesión, Estados Unidos desarrolló una marina que le permitió desbaratar en 1899 a la flota de España y arrebatarle Cuba, Puerto Rico, Filipinas. Gracias a escuadras de más de 300 buques de guerra, Inglaterra domina más de la mitad del mundo a principios del siglo XX.
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Otra cosa sucede con Alemania e Italia, que llegaron tardíamente a la unificación nacional. Al tratar de expandirse encontrarán un mundo ya colonizado por otros. Eso significa que no tendrán las colonias ni las materias primas ni los mercados para desarrollarse hasta el nivel de potencias hegemónicas. Su tentativa para lograrlo en competencia con los imperios ya instalados le costará a la humanidad dos Guerras Mundiales. A fines del siglo XIX el contralmirante Alfred von Tirpitz comprende que Alemania será estrangulada económicamente, y convence al Reichstag para construir 69 fortalezas flotantes. El Káiser Wilhelm II se entretiene dibujando minuciosos modelos de acorazados con los que sueña romper el encierro del mar Báltico y conquistar colonias germánicas. Las fábricas de acero del Ruhr se afanan fundiendo cañones y planchas para los cascos blindados. Pero el globo ya está repartido entre los imperios: para evitar la guerra entre ellos, deben intentar la rebatiña de América Latina, desafiando la doctrina Monroe. Para ello, Alemania pacta el improbable agavillamiento con Inglaterra y acepta la rastrera colaboración de Italia. Y a principios de diciembre de 1902, la formidable flota coligada de quince acorazados avista Venezuela. Esperan arrasar y repartirse el pequeño e indefenso país, y si nada los detiene, el resto de América Latina.
Son sucesos de perenne actualidad, que algún día veremos en una película del maestro Román Chalbaud, que hace más de dos años espera el inicio de su producción.
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