Luis Britto García
Desde la Segunda Guerra Mundial el planeta vivió procesos
de descolonización que desintegraron imperios como el británico, el francés, el
belga, el alemán y el holandés. La Unión Soviética era el resultado de un
proceso de agregación política que culminó con Iván IV, llamado el Terrible, en
el siglo XVI. No es extraño que medio milenio más tarde se desagregara
parcialmente, incluso contra la voluntad de cerca del 80% de sus integrantes.
La Unión Soviética nunca fue, ni aspiró a ser una
sociedad de consumo. Se lo impidieron el atraso de las fuerzas productivas
legadas por el zarismo, el pesado gasto defensivo, la enorme inversión que requería garantizar educación, salud y
seguridad social gratuitas para todos, y
la priorización de los bienes de consumo básicos sobre los suntuarios y
ostentosos. En suma, era la economía adecuada para sobrevivir al inminente
agotamiento de la mayoría de los recursos energéticos, prevista por Estudios
como Los límites del Desarrollo, del
Club de Roma y de Meadows.
La Unión, contra la cual
durante tres cuartos de siglo se estrellaron inútilmente los esfuerzos
conjuntos de todos los imperialismos y fascismos, terminó así por sucumbir
esencialmente ante la traición interna de algunas de sus dirigencias.
¿Valió la pena el desmantelamiento de este formidable
proyecto económico, social, político y cultural? La instauración del
neoliberalismo trajo consigo la ruina de todos los indicadores de esperanza de
vida, ingreso per cápita, nivel educativo, atención a la salud y abastecimiento
logrados con inmensas dificultades por el socialismo. Lo que había sido la
Unión cayó abruptamente de su estatuto de segunda potencia del mundo a una
situación de inestabilidad interna y de crecimiento de la delincuencia
organizada y del capital especulativo. Durante casi una década un
desequilibrado mundo unipolar sufrió las arremetidas de Estados Unidos, que se
tradujeron en un rosario de guerras de destrucción y de saqueo. La excusa de la
“Guerra al Comunismo” fue sustituida por la de la “Guerra al Terrorismo”, el
“Conflicto de Civilizaciones”, la “Guerra contra la Droga”. Cambian los
pretextos, la Guerra sigue.
Pero ni siquiera Estados Unidos resultó favorecido por la
disolución de la gran experiencia socialista. Exhausto también por el insensato
gasto armamentista y las políticas neoliberales, perdió su condición de primera
potencia del mundo a favor de la República Popular China, que favorecida por la
distensión de la Guerra Fría había podido dedicar su economía socialista a la
producción de bienes de consumo.
Tampoco salieron ganando los trabajadores del mundo. Para
evitar nuevas revoluciones socialistas, John Maynard Keynes y los gobiernos
capitalistas preconizaron políticas de inversión pública anticíclica y en
algunos casos de concesión de mejoras para los trabajadores, en los denominados
“Estados del Bienestar”. Muerto el perro, se acabó la rabia: disminuida la
“amenaza comunista” se retiraron a los
trabajadores todas las migajas que se les concedieron para conjurarla. El
desmantelamiento de empresas, el desempleo masivo, la pauperización
generalizada y el colapso financiero fueron los jinetes del Apocalipsis del
Capitalismo Salvaje.
La Utopía neoliberal sólo ha tenido éxito en concentrar
en ocho personas más riquezas que las de la mitad de los habitantes del
planeta. Una vez más, los proletarios del mundo no tienen nada que perder,
salvo sus cadenas. Como afirma Eugene Pottier en La Internacional: El mundo va a cambiar de base. Los nada de hoy,
todo han de ser.
Un nuevo Boris Yeltsin se propone acabar con la
Revolución Bolivariana desde adentro, haciendo aprobar por la Constituyente una
Ley de Promoción y Protección de las Inversiones Extranjeras, que aniquilará la
industria nacional, hará inmunes a las transnacionales a las leyes y tribunales
de Venezuela y reimplantará la Carta de Intención del Fondo Monetario
Internacional contra la cual se rebelaron nuestro pueblo y Hugo Chávez Frías.
Todos a detenerlo.
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