De
razonamiento en razonamiento, me precipito en esos países del sueño donde las cadenas de ideas se hacen de más en
más imperfectas y las vamos rechazando porque su ilogicidad nos choca, para encontrar que a
cada idea ilógica desechada sigue otra aun más absurda y que sus progresivas imperfecciones se van
acumulando en un edificio opresor que no tardará en encerrarnos. Estas ideas
cuchichean en voz baja, contando cada una a su vecina su defecto primordial,
con risitas de niños que se enorgullecen de su travesura. Comprendo que sólo
puedo salir de esta región anulándola con un ensueño, y transijo, elijo entre partes de sueños anteriores,
recaigo en el molde más obvio. Solo puedo tapar estas series parloteantes con
los decorados fundamentales de las grandes obsesiones: Desolación, Indefensión,
Merodeo. Me justifico, fijo las condiciones, pago el precio.
Era un niño, y corría por las calles de la
noche, pobladas por faroles amarillentos, cada uno con un confuso halo de púas
luminosas. A lo lejos, calles atrás o adelante, un sonido continuo, un gran tambor o un gran corazón, tomaba la batuta y dirigía la
orquesta de la oscuridad, bombeaba las corrientes del pánico nocturno.
Era un niño, y corría. El ruido, de tambor
o pesadilla mecánica, saltaba de un sitio a otro de la ciudad, seguía calles
paralelas, elegía vericuetos, de un momento a otro se me enfrentaría.
Las ventanas iban abriendo sus postigos,
en ellos aparecían gentes llenas de curiosidad maligna, regocijada. El gran
tambor, los ruidos de masticación, de
percusión, que perseguían al niño en la noche abandonada. Los rostros en los postigos
comenzaban a gritarme consejos que yo no oía o no entendía: finalmente los
gritos se fundían en una algarabía de
pájaros levantando vuelo. Comprendí que
había algo incorrecto en esta última decoración. Me desplacé a otra calle,
debidamente solitaria, con postigos
debidamente cerrados. El corazón me marcaba
latidos con aceleración de
máquina de coser. Me dolía el costado, con esa cuchillada que asalta a los
niños después de correr ciudades enteras.
El gran tambor. El pulso. La persecución. Las
calles solitarias.
En cierto momento, un hormigueo comenzó a
subirme por los pies. El piso vibraba, y esa vibración que se transmitía era un
contacto inmundo. Supe que la presencia tamborileante estaba a la vuelta de la
esquina.
Era un niño en la noche, y corría.
Elimino estos esquemas encontrándoles defectos
graves, fallas en verosimilitud y poder
de convicción. Años de sufrir esta pesadilla me habían llevado a concluir que
la abominable presencia que llenaba la noche de latidos debía tener su origen
en un pandemonio de máquinas de demolición que escuché, muy niño, en el barrio
El Pudridero. Explicado esto, no cabía asignarle el papel que representaban en aquel sueño. Oscuramente,
pacto y transijo. Elijo el nuevo decorado: un sitio específicamente adecuado
—una casa vagamente familiar, para ingresar a la cual aceptaba sumisa y
alegremente reglas que se suponía sabidas con anterioridad. En esta casa
habitaban personas a quienes conocía, y
vestían ropas absurdas, ropas que —no deseoso de echar a perder la
continuidad del nuevo sueño— tomé por hábitos. Siento la sacudida lujuriosa que se asocia a esta
disolución de las reglas del vestido, y sospechando la vía de un turbio despeñadero
erótico, supongo o fabrico dentro del sueño un cuarto —cerrado— en donde está
alguien que me interesa. Desdeño con furia el débil artificio —ni con la mejor
buena voluntad podía ocultarme que la
persona en ese cuarto era Cristina, ya parte de mis planes. Si seguían siendo
tan evidentes las cosas, aquel sueño terminaría en una boyancia hacia la
superficie de la
conciencia. Y , pensando esto despierto.
Doy torpes vueltas en el catre, me duermo y
regreso a la misma casa del mismo sueño,
encontrando esta vez que su disposición me parece más familiar y su carácter
más adecuado. De acuerdo con las reglas sabidas de antemano, debo someterme al
desmembramiento y al depósito de mis órganos en recipientes, en los cuales
serían desmenuzados hasta sus más ínfimos componentes. Vagamente asiento a la orientación general de la pesadilla,
estableciendo su filiación en la autopsia que había leído en cierta novela. Sin
embargo, era lo esencial del proceso el que debía yo colaborar en él, y hasta
el último momento conservaría, ligados con tendones a la conciencia un ojo, un
brazo, una mano, que como las piezas de una grúa fantástica irían desligando
los nudos de mi organismo, interrumpiendo
sus funciones, rasgando sus
partes palpitantes, cortando sus conexiones con la vida. Razoné que, por
ser tal la naturaleza de los sueños, debía yo en aquél, por un lado, actuar
según reglas ya sabidas, con resolución
e indiferencia, y por otro, contemplar con horror mi propia destrucción y sobre todo alcanzar el punto —ese punto
crítico de las pesadillas, cuando se despierta— en el cual sabría que el
proceso había llegado a tal extremo que era demasiado tarde para dar marcha
atrás, y que debía apresurarme, pues sólo me quedaría, en mi beneficio y en mi
alivio, el apresurarme. Finalmente, iría
desmenuzando yo mismo mis tejidos nerviosos, hasta separarlos en telas
orgánicas, cada una correspondiente a una idea, que serían clasificadas y
almacenadas por separado en bocales de vidrio, en bocales de barro, en bocales
de porcelana, y cada una de aquellas ideas habría sido mi yo en algún momento
de mi vida, pero ya no lo sería más, por los siglos de los siglos. Discutí con
los auxiliares la forma más eficaz de efectuar las primeras incisiones, y, como
es costumbre en los sueños, las herramientas, las máquinas y los métodos
propuestos varían fantásticamente conforme avanza la discusión. Repentinamente
—hay que notar esto: repentinamente: por ello lo recibí con el terror de un
condenado que cree aún tener varias semanas de vida, y que nota, al salir del
recinto del tribunal, que está ya preparado el patíbulo— repentinamente uno de
los auxiliares se me aproxima, y comienza la operación preliminar, untarme el
pecho con el horrendo aceite alcanforado de mis enfermedades de la niñez.
Asumo que el sueño excede el sentido que
ya había yo pacientemente aceptado, el
de castigarme colocándome en el lugar de la víctima a quien pensaba demoler,
disociar, eliminar, destruir, borrar, con saña quirúrgica. Desapruebo, busco
una sustitución, otra escenificación, otro medio, mientras me perfora el pecho,
como un dedo helado, la humedad del aceite alcanforado. Y, antes de caer en
otro caos contradictorio de remordimiento y temores, me extrae del pozo
inacabable, sacudiéndome por el hombro, el amigo a quien yo debía destruir.
(VELA DE ARMAS)
(TEXTO/FOTO: LUIS BRITTO)