Luis Britto García
No conviene examinar cuestiones
relevantes desde la perspectiva de la ignorancia. Sobre el cambio climático
circulan falsedades que aspiran a la condición de dogmas; al respecto es
imprescindible considerar informaciones ciertas usualmente ignoradas, omitidas u ocultadas.
El clima depende de pluralidad de factores, tales como variaciones en la
órbita terrestre y en la radiación solar, la inclinación del eje de la tierra,
el polvo debido a colisiones de meteoritos o erupciones volcánicas, las
corrientes marinas y los vientos.
Debido a este cúmulo de variables la temperatura del planeta ha sufrido
infinidad de “calentamientos” en todas las épocas geológicas, los cuales pusieron fin a largas épocas glaciales con intervalos de 15.000 a 25.000 años, y no
fueron “antropogénicos”, pues se produjeron antes de que las actividades del
hombre y el hombre mismo existieran.
El satanizado CO2 o anhídrido carbónico, cuyas emisiones se planea reducir a cero, es en realidad el gas que
expiran los pulmones de los animales, y que
respiran las plantas para
devolverlo convertido en oxígeno y alimentos, por lo que un mundo con “cero
emisiones de CO2” sería un mundo con cero
animales y cero vegetales.
No parece que el CO2 retenga el
calor produciendo un “efecto invernadero”. La atmósfera de Marte presenta un
95% de CO2, y sin embargo su temperatura promedio es de menos 65 grados
centígrados, con menos 225 grados en los polos
(https://www.tiempo.com/noticias/actualidad/como-es-el-clima-de-marte-temperatura-atmosfera-y-tiempo-del-planeta-rojo.html).
El CO2 es 1,5 más pesado que el aire, por lo que permanece a ras de tierra y no puede elevarse para
formar supuestos escudos estratosféricos que retendrían el calor terrestre.
Numerosos grupos de científicos y expertos en climatología disienten de
la tesis de que exista un calentamiento global, y otros difieren de la
hipótesis de que se deba a actividades humanas.
En resumen, el del clima es un tema en debate entre los científicos, sobre el cual no caben dogmas teológicos ni verdades reveladas. Dejemos debatir sobre estos hechos a climatólogos y ecologistas. Examinemos su
derivación social y política.
La causa ambientalista ha tenido notables pioneros como Rachel Carson,
autora de Silent Spring, pero la campaña sobre el calentamiento global y su
empleo como instrumento de poder político y económico tiene su origen en el
discurso de Lady Margaret Tatcher ante la Asamblea General de las Naciones
unidas el 8 de noviembre de 1989.
Allí
reconoce Lady Tatcher que “Desde luego, cambios mayores en el clima de la
tierra y en el medio ambiente ocurrieron en siglos pasados cuando la población
del mundo era una fracción de la presente”. También admite que “Sus causas
están en la misma naturaleza –cambios en la órbita terrestre en la radiación
generada por el sol: los consiguientes efectos en el plancton de los océanos, y
los procesos volcánicos”.
Sin embargo, basándose sólo en la opinión de un solo explorador –cuyo nombre y argumentos por cierto no cita- concluye la Dama de Hierro que existe un calentamiento global causado por el hombre, y señala a quién hay que echarle la culpa: “Para ponerlo en su forma más cruda: la principal amenaza a nuestro medio es que hay cada vez más gentes, y sus actividades: la tierra que cultivan cada vez más intensamente; los bosques que talan y queman; las faldas montañosas que arrasan, los combustibles fósiles que queman; los ríos que contaminan”. (https://www.margaretthatcher.org/document/).
Los culpables del calentamiento
denunciado por el Explorador Desconocido no serían el capitalismo ni los
gobiernos que lo protegen ni la producción armamentista: somos la gente, es decir, usted y yo.
No sorprende así a quienes se hayan
dedicado a estudiar el tema encontrar
posando como “ecologistas” a personajes tan recomendables como Richard Nixon,
Henry Kissinger, Bill Clinton, Ronald Reagan, Al Gore, Ángela Merkel, Barack Obama,
Joe Biden, Emmanuel Macron, Elon Musk, Billy Gates, Klaus Schwab, todo el Club
de Bildelger, todo el World Economic Forum.
Ello explica cómo la alegada protección de la naturaleza ha devenido baratillo donde se subastan licencias para contaminar. Como denuncia Pedro Stedile, líder del Movimiento de los Sin Tierra, en el podcast Três por Quatro sobre el oxígeno que producen los bosques: “transforman ese oxígeno, lo miden en volumen métrico, le asignan un valor, lo transforman en un título como si fuera propiedad privada, lo registran ante notario y salen al mercado mundial a vender estos títulos a empresas contaminantes”. De este modo, según él, “la contaminación continúa, la gente gana dinero con los bosques y nada cambia”.
El ecologismo
ha pasado así, de causa esgrimida por los rebeldes contraculturales, a proyecto
asumido por los grandes poderes económicos y políticos del capitalismo a través
de sus gobiernos e infinidad de institutos, medios y Organizaciones no
Gubernamentales subsidiadas por ellos.
La causa
climática deviene la disidencia
perfecta, a la vez fashionable y politically correct. Los gobiernos
adhieren a ella aunque sea formalmente, las policías no la reprimen, los
parlamentes acogen diputados verdes, los medios la adoran y elevan a ídolos a
algunas de sus aparentes dirigencias.
En nombre del “control de la emisiones” se fijan cuotas de
consumo y producción energéticas, se sanciona a quienes las sobrepasan, se
pretende decidir en forma supranacional sobre el uso y destino de los recursos
naturales.
Una muestra apenas de tales políticas es el intento por parte de
Estados Unidos y la Unión Europea de imponer a América Latina y el Caribe el
denominado “Acuerdo de Escazú”, analizado por Juan Martorano en su penetrante
columna 151 de 4-3-2024.
Denuncia Martorano que “Este Acuerdo
pretende ser un tratado de Derechos Humanos de gestión del territorio y del
medio ambiente, de carácter vinculante, en el que países firmantes ´voluntariamente´
someten sus decisiones soberanas sobre la administración, manejo y usufructo de
sus recursos naturales, al dictamen final de instancias y hasta de tribunales
internacionales. Lo que el Presidente Nicolás Maduro ha denunciado como ´colonialismo
jurídico”. Se
combinan así dos instrumentos favoritos del Imperio: la ecología alienada y los
derechos humanos.
Pues el mencionado Acuerdo establece “el derecho de acceso del público a la información ambiental, el derecho a la participación pública en la toma de decisiones ambientales y el derecho de acceso del público a la justicia en asuntos ambientales, en cualquier asunto, actividad o desarrollo que afecte el medio ambiente”.
Tras el lenguaje florido,
lo que se dispone en realidad es que cualquier persona u ONG, natural o
jurídica, nacional o extranjera tiene derecho de acceder a toda la información
sobre materias ambientales locales, participar en la decisión sobre ellas y
cuestionar judicialmente tales decisiones.
No
menos inquietante es el mecanismo final para decidirlas: agotada la
jurisdicción local, la sentencia definitiva corresponderá a la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos de la Organización de Estados
Americanos.
Una
vez más señalo que someter cuestiones de interés público nacional a juntas,
árbitros o tribunales extranjeros es flagrante abdicación de la soberanía.
Quizá mis argumentos pesaron algo en la soberana decisión de la República
Bolivariana de Venezuela de retirarse de dos organismos que pretendían ser
instancias de apelación supranacionales contra nuestras sentencias relativas al
orden público interno: la Corte Interamericana de los Derechos Humanos de la
OEA, y el Centro Internacional de Arreglo de las Diferencias sobre Inversiones
(CIADI).
Lo que está
detrás de todas la complejas organizaciones, medidas y campañas políticas destinadas al
control de las “emisiones de invernadero” es un plan para determinar a quién
corresponderá el control de los recursos naturales y sobre todo de la energía
fósil en el futuro previsible de cuatro o cinco décadas señalado para el
agotamiento de ésta.
Como dijo Chávez: “Cambiar el sistema, no el clima”.