Por: Gerónimo Pérez Rescaniere
“Soy el más magnífico caballero que vieron
los siglos y en este instante cumplo la más alta hazaña que imaginaron los
hombres: desde ahora y para las edades incontables de la eternidad conquisto el
perfecto, bello, rico, grande y poderoso imperio de El Dorado. Soy en guerra
feroz, en poesía leve, en raciocinio escéptico y neoplatónico: en torno de mí
forman las gracias y los dones trenza más apretada que las aguas estruendosas
que derrámanse por estas cataratas guardando en sus linfas el fulgor de oro de
sus cabeceras en la gran laguna aurífera que circuyen pueblos hermosos,
grandes y ricos con muchedumbres de gentes espolvoreadas de oro que no esperan
sino mi llegada para rendírseme, para obedecerme cual nuevo sol de las bellezas
y de los ingenios, mientras me circundan el satélite de la esquiva luna y la
nombradía de mi gloria”.
Imposible texto más garrido para
inaugurar un discurso o un libro sobre el Western
Design que éste con que Luis Britto García inicia su novela Pirata. Son 465 páginas de construcción
de la cosmovisión británica del siglo XVII, asaltante, cruel, talentosa,
dialogante con un Cristo que no es de bondad sino de fatalismo y de oro. Más
que a los barcos españoles, más que al viento, Raleigh -Britto recoge la dicción Ralegh-increpa
al Cosmos por escamotearle el choque con la Invencible Armada
al que se preparaba de punta en blanco y loco. En vez de espadas y barcos,
recibe a un niño con cara de ángel, a quien levanta por los cabellos y mientras
lo transporta por el aire, bautiza como
Hugh Godwin, abriendo con ello una contabilidad de crueldades al tiempo que una
parábola argumental destinista que es excepción en la obra de Britto.
Hay cosmovisión, claro,
pero también anécdota exterior, desarrollo en hombres y cosas visibles de ese
mundo que es Inglaterra y es el Caribe en el momento en que lo invade
Inglaterra. Aunque la gesta imperial había
empezado unos cincuenta años antes, justo con las visitas de Walter Raleigh a
Venezuela y a Virginia en el Norte, es con Oliver Cromwell y la revolución
burguesa con la que se expande con fuerza de fuelle el poder de las islas
británicas.
Lo ansiado no son ya los espacios del Norte, de los actuales Estados
Unidos, es la actual Latinoamérica. El Western
Design ha sido ignorado por los historiadores latinoamericanos a pesar de
ser una clave verdadera de nuestro destino. Excepción: Germán
Arciniegas, en la Biografía del Caribe, con la que inauguró su
destino de genio sinvergüenza.
Tanto en el proyecto
de Norteamérica como en éste de Suramérica, estuvo Oliver Cromwell, en el del Norte
como conspirador puritano, miembro de una secta que un día se montó en un barco
llamado Mayflower y desembarcó en la boca de un río que hoy se llama Hudson. En
el del Sur y Centroamérica como omnipotente Lord Protector de Inglaterra. Es el
Western Design y la narración lo
transmite a través de la voz de Thomas Gage, padre del design, en cuanto ha pintado a la América española como cosa
dignísima de robar: “En ciudad de México realzan aún más la natural hermosura de los
caballos los arneses tachonados de piedras preciosas, las herraduras de plata
y cuanto puede hacer más suntuoso y magnífico su aderezo. Las piedras preciosas y las perlas
están allí tan en uso y tienen en eso tanta vanidad, que nada hay mas de sobra
que ver cordones y hebillas de diamantes en los sombreros de las señoras, y
cintillos de perlas en los
de los menestrales y gentes de oficio. Hasta las negras y las esclavas atezadas tienen sus joyas, y no hay una que
salga sin su collar y brazaletes o pulseras de perlas, y sus pendientes con
alguna piedra preciosa”.
Oliver Cromwell es el prototipo del soldado burgués,
estadista y criminal que hará grande a Inglaterra con tres políticas: a)
proteccionismo: todo producto que ingrese a territorio inglés tendrá que
hacerlo en barcos ingleses, b)
derrota de Holanda, rival terrible en lo industrial a causa de que ha proscrito
la usura, c) vocación americana. Por los ojos de Gage presenciamos la discusión
de Oliver con los “fanáticos” –es calificación de Britto- de la Quinta Monarquía ,
cuya rebeldía parece acelerar la decisión del Protector de invadir América en
una actitud equivalente a la del virrey Toledo cuando estimuló la expedición de
Ursúa y Lope de Aguirre al río Amazonas para “desembarazar la tierra” de
soldados conflictivos. Intervienen otros presentes en la escena, luego habla
Gage sus ponderaciones, luego toma Cromwell su decisión y en un instantáneo
vistazo percibimos la presencia en el salón de John Milton, redactor del Western Design, todo lo cual muestra la
concentración dramática shakespeareana que saca más potencia a las acciones al
presentarlas con unidad de tiempo y espacio.
Si el teatro concentra,
el artilugio narrativo convierte una cosa en presente y otra en lo evocado. Es
así que Gage está evocando en diálogo con Hugh Godwin, que de lindo paje con
rostro de ángel ha devenido en monstruo con la piel de la cara manchada de
sangre, la escena con
Cromwell, donde se le confirió el encargo. Evocación triste es la suya porque
el que iba a ser rey de un mundo de diamantes, es amo miserable de Jamaica. Que
la crueldad puede ser poesía es cosa conocida, Britto lo demuestra en un
párrafo alucinante: “Un mosquetero sale gritando al patio: chilla que las
negras lo han envenenado con las tortas y corre hacia la cocina, da molinetes
con la espada, nadie lo detiene,
no por temor a la espada, sino a los escupitajos del morbo de la peste que se
le escapa al gritar: corre afiebrado entre ollas, hiere una, dos, tres cocineras
que caen con los senos velados en sangre tan roja como las escandalosas flores:
el soldado y la última cocinera caen arrodillados frente a frente: la mano del inglés suelta la
empuñadura, pero la espada no cae, firmemente asentada en las vísceras de la
negra”.
La narración recupera los albores de los Estados Unidos donde hombres
huidos de los Tudor y los Estuardo crean una sociedad comunista en la tierra
nueva, abundante de indios elegantes, alces y manadas de millones de búfalos.
Al final oímos una voz de pirata. Es hirsuta, trabajada por la libertad total y
el crimen, viaja en un barco fantasma habitante por igual de aquellos mares y
de su mitología: “Yo vi al Victoire una noche de agosto, mientras
hacía la guardia de timón de las tres de la madrugada en el velero Lao, abatido por el viento de
barlovento que soplaba hacia la
Costa de las Perlas, en un mar en el que relampagueaban
lejanas plumas de borrasca y la fosforescencia de las aguas rasgadas por la
quilla apenas dejaba ver los números de fósforo de la brújula. Sin luces, sin
señales, escorando trabajosamente, el mil veces herido y remendado casco del Victoire levantaba montañas de espuma que
barrían una cubierta donde se afanaban marinos sonámbulos. Me pareció ver un
arrecife, a tal punto la línea de flotación estaba devorada por el hervor de
las vegetaciones y de los moluscos, a tal punto la tromba de gaviotas insomnes
graznaba sobre aquella masa flotante casi totalmente viva”. Magistral.
(CIUDAD CCS, 16 de febrero 2014)