-Pero si ya está frío.
-La cosa, padre, fue que Rafito estaba montado en las líneas de segunda, que no tenían corriente. Entonces el viento le voló el casco de seguridad y cayó sobre las líneas de primera, que sí tenían corriente. El casco, cómo le explico, que es de metal, hizo puente. Lo vimos caer del poste. Tuvimos que desenrollarle la lengua con un alicate. El hombre estaba listo para la jubilación, porque iba a cumplir los sesenta.
-Ya sé. Fue compañero mío en la escuela.
-La cosa era si le podía dar la extremaunción, usted sabe.
-No se puede. Está frío.
-Aquí tiene el librito. Abierto porque cayó sobre él.
-Vi el cielo blanco, y he aquí un caballo blanco, y el que le montaba es llamado Fiel, Verídico, y con justicia juzga y hace la guerra. 12- Sus ojos son como llama de fuego, lleva en su cabeza muchas diademas, y tiene un nombre escrito que nadie conoce sino él mismo. 13- Y viste un manto empapado en sangre, y tiene por nombre Verbo de Dios. 14-Le siguen los ejércitos celestes sobre caballos blancos, vestidos de lino blanco puro. 15-De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones, y Él las regirá con vara de hierro y Él pisa el lagar del vino del furor de la Cólera de Dios Todopoderoso.
-Siempre llevaba el librito de misa.
-No es de misa. Es de los evangélicos. Una página en castellano, y otra en inglés.
-Ah, era hereje.
-En este campo no hay herejes. Hay una casa donde se juntan negros trinitarios y curazoleños. Y en un rancho hay hasta espiritistas. Pero no herejes.
Durante el velorio la querida de Rafito se sacudió los muchachos y le sirvió café y le entregó los otros dos libros que desde hacía algún tiempo no faltaban en ninguna casa del campo petrolero: El médico en el hogar y El soldado de Cristo. Los muchachos los veían mucho porque el primero tenía láminas con torniquetes y destripados y el segundo ilustraciones con tanques de guerra y aviones bombardeando y pirámides y el faraón ahogándose en el Mar Rojo. “Nunca como hasta ahora las angustias del mundo sumido en la conflagración parecen hacer necesario un apoyo como el de la Fe…” leyó desabridamente el padre Narciso mientras la sinfonola del bar del caserío empezaba a tocar hasta la madrugada. La querida insistió para que se llevara los libros. A Rafito se los vendieron los protestantes por cuotas, y nadie sabe leer en esta casa. El agua del café hervía sobre la hornilla de tubo perforado con la llama eterna que nunca se apagaba porque la compañía daba el gas gratis. El padre Narciso empezó el rosario. En la madrugada al salir de la casa de bloques para tomar el fresco vio desvanecerse poco a poco el cielo rojo como un manto de sangre de la lumbre de los mechurrios de gas del horizonte que nunca se apagaban. Lejos, tras las alambradas, la neblina de los rociadores del césped de los terrenos de golf del campo americano.
A la salida del cementerio reparó en un negro estirado, de lentecitos sin montura y cuello de celuloide, que le sostenía la mirada mientras entraba al camposanto sosteniendo a la altura del corazón un breviario ornado con cintas que caían como una cola de pavorreal sobre la mano tinta. Confundido cada uno por la presencia del otro, al cruzarse se saludaron moviendo la cabeza.
A la mañana siguiente se despertó con la intención de editar una hojita parroquial. Ofició misa para seis viejas. Recogió los donativos del cepillo y de las alcancías frente a las imágenes. Contó tres veces las monedas, distribuidas en líneas según el valor. Vino después un español traficante en imágenes empeñado en convencerlo de la necesidad de una nueva virgen de loza para sustituir la que había quedado dañada en la diadema durante la Fiesta Patronal. Vino después la querida de Rafito para preguntarle cómo le cobraba las prestaciones a la compañía sin partida de matrimonio. Vinieron pordioseros solicitando cartas con sellos parroquiales que recomendaran ayuda al presentante. No vino nadie al confesionario. Tras la visita de la caudilla de la Congregación del Sagrado Corazón, el padre Narciso veía círculos fosforescentes al cerrar los ojos. La brisa de la noche trajo cánticos desde la casa donde se reunían los negros, y tiroteo en el burdel del otro lado del pueblo.
El tiroteo dejó un policía herido y tres parroquianos muertos. Un negro agonizaba, con un balazo en la cabeza. Decía cosas que no entendía nadie. A la mañana siguiente el médico de guardia dejó pasar al padre Narciso. Uno de los policías que cuidaba el hospital y rondaba a las mozas que venían para la inspección de venereología pasó a informar que alguien quería ver al herido.
-Pregúntele que si es familia suya- le dijo el médico, que rechazaba la tercera petición de aborto.
El policía regresó diciendo que no era familia.
-¿Representante de la compañía?
Tampoco era.
-Mándelo al carajo. Cada vez que empieza a entrar gente se pierden las sábanas. Dígale que circule. ¿Qué pasa con el del tiro? Está convulsionando. Ayúdenme a sujetarlo. Aquí no hay quirófano. No se puede hacer nada. No le encuentro el pulso. Coramina. Tráigame una inyectadora con coramina. Suéltenlo. Está muerto. Se lo dejo, padre.
-Ya es tarde.
-Aquí siempre es tarde.
El médico lo invitó con un gesto al cuarto contiguo:
-Sigue igual, padre. Hace ya dos semanas de la Fiesta Patronal. Usted vio cuando el cohetón le estalló en la cabeza, justo después de rebotar en la diadema de la Virgen. No sufre. No va a sufrir nunca más. Catorce años acababa de cumplir cuando se metió en la procesión, y podrían pasar catorce más. Ya no sería una niña. No doy permiso para que vengan a ponerle velas dentro del hospital. Si quieren, que las prendan afuera. Allí tiene su oportunidad para sacar de abajo esta parroquia, padre: un milagro. Ahora en el pueblo han empezado a dormirse niñas. Las madres tienen miedo de despertarlas. Ésta sigue viva ¿pero dónde está el alma?
Una camarera pasó coleteando el piso con kerosén y desinfectante. Sobre la frente de la niña dormida se enroscaba el envoltorio de vendas como un sello.
-Quizá duerme.
-¿Duerme el alma?
El padre Narciso almorzó sin manteles en la misma mesa en donde juntaban polvo el fonógrafo de cuerda, los frasquitos de medicinas vencidas, la máquina de escribir a la que faltaba una tecla. El sancocho le empapó la casi transparente sotana de lino blanco. Recordó a su amigo muerto. Recordó a todos los muertos. Intentó fantasear con esas casas parroquiales dinámicas donde se hacían rifas, se proyectaban películas, se montaban billares. Se hizo de nuevo el propósito de editar la hojita parroquial. Se agitó pensando en el poder de la Iglesia militante barriendo a sus enemigos. Manoseó en una alacena un fajo de revistas españolas con censura eclesiástica: “Isabella, o el heroísmo de una madre”, “La virgen de la Aduana”, “Congreso Eucarístico Nacional de Granada”. En una de las revistas leyó: “El protestantismo empezó por la fe sin obras, para reducirse luego a las obras sin fe y al fin terminar para muchos sin la fe y sin las obras”. Luego, recordó: “De su boca sale una espada aguda para herir con ella a las naciones”. Bueno para la hojita. De repente se decidió. En el cuarto amarilleaban las resmas de papel obsequio de la Jefatura y en la sacristía se oxidaba el multígrafo con esténciles con olor a cera obsequio de la compañía. Dos días picoteó en el teclado de la máquina de escribir. Otro día lo pasó dándole a la manivela del multígrafo. Hacia la tarde vendió la hojita, candente como un manifiesto, a los niños que recibían catecismo, que le pagaron con los centavos que llevaban de limosna. Hasta la noche estuvo zanqueando por el poblado, cambiando la hojita por centavos en los abastos, en las oficinas, en la casa de las beatas. Al regreso, las estrellas brillaban duplicadas en los charcos de las calles, y al padre Narciso le parecía pisar sobre ellas cuando se encontró a sí mismo dejando algunas hojitas por debajo de la puerta en la casucha de la capilla protestante.
Al regreso a la casa parroquial Nicanora la cocinera le anunció que lo esperaban. Entró una alta, espigada vieja negra vestida con telas estampadas, que lo insultó durante un cuarto de hora en patois y continuó insultándolo mientras reculaba antes de salir. Al padre Narciso se le disipó el entusiasmo. Deberían prohibir en los botiquines servirle alcohol a las mujeres, pensó. Era la hora en que la música de las sinfonolas empezaba a hacer vibrar hasta la madrugada todo lo que se palpaba. Salió a pasear para distraerse. Por una ventana abierta, alumbrada con velas, vio otra niña con la frente sellada por el sueño, que se negaba a despertarse para pasar al cielo directamente, como la herida del hospital. Las viejas reunidas alrededor de la camita lo saludaron con un movimiento de la cabeza. No se atrevió a pasar. Tan peligroso podía ser reprobar el devoto sueño como autorizarlo. Todo el pueblo o el mundo podían refugiarse en las sábanas para esperar la gloria en la inocente ensoñación. O todo era signo de todo o todo era signo de nada. Sintió ganas de dormir. Sintió el más pesado sueño de su vida. Apenas se dio cuenta de que frente a él, parado al otro lado de un charco, estaba el pastor protestante negro, con su libro de oraciones con cintas de colores apretado contra el pecho. Apenas se dio cuenta de que le hablaba:
-¡Tú ser muy grandote, padre, con tu iglesia grande y tu policía grande y tu hojita insultando a los demás!
Un policía que fisgoneaba por la ventana el misterio de la niña dormida saludó con un gesto al cura y avanzó hacia el negro:
-¡Circule!
-¡Yo circular! ¡Yo circular siempre, tú tener policía para no dejar yo ver a George muriendo! ¡Tú tener policía para no dejar ver George a mujer de George! ¡Tú tener policía, padre, yo circular!
-¡Circule!
Antes de que el padre Narciso pudiera explicarse, ya el reverendo circulaba, zanqueando entre los grandes charcos que reflejaban el manto de sangre de la noche. Los separó una caravana de camiones que partía las aguas como un convoy. El calor se le pegaba a la piel al padre como un manto de aceite. Se apresuró hacia la casa parroquial, donde la oscuridad hacía los ecos desmesurados. Sobre la mesa le esperaba el libro en dos idiomas que le había dejado Rafito. Incurrió en el pecado de abrirlo al azar esperando una explicación. Leyó. “(Uno) Vi un ángel que descendía del cielo trayendo la llave del abismo y una gran cadena en su mano. (Dos) Cogió al dragón en su mano la serpiente antigua, que es el Diablo, Satanás, y le encadenó por mil años. (Tres) Le arrojó al abismo y cerró, y encima de él puso un sello, para que no extraviara más a las naciones hasta terminados los mil años, después de los cuales será soltado por poco tiempo. (Cuatro) Vi tronos, y sentáronse en ellos, y fueles dado el poder de juzgar, y vi las almas de los que habían sido degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y cuantos no habían adorado a la bestia, ni a su imagen, y no habían recibido la marca sobre su frente, y su mano”. El padre resopló, y concluyó: “Y vivieron y reinaron con Cristo mil años”.
Una vez más el castigo de su pecado había sido la falta de explicación. Del cielorraso descendía el ángel fulgurante del bombillo desnudo. Pensó en las niñas con la frente sellada por el sueño. Supo que le había sido revelada la más peligrosa herejía de cuantas había habido y habrá. El padre Narciso se propuso velar. Entonces le asaltó el pánico de todo lo que sucedía. Se dejó dormir.
(LOS FUGITIVOS. Foto/texto: Luis Britto)
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