Luis Britto García
Vivimos menguados tiempos para la esperanza, y más difíciles para la resistencia. El mundo sufre una confrontación que mide el poderío económico y militar de tres potencias hegemónicas. La aniquilación sistemática de pueblos relativamente indefensos como el palestino evidencia la cuasi inutilidad de organizaciones internacionales y de las normas que las rigen. Países que fueron hegemónicos han descendido a semicolonias, útiles sólo para ser sacrificados como mercenarias en las guerras imperiales.
Comprender un problema es comenzar a resolverlo. La hegemonía de Occidente tiene por base y finalidad
el dominio de la energía fósil. Las contiendas del siglo XX y las del XXI han
sido rebatiñas para monopolizarla. La Primera Guerra Mundial se desató para
disputar a Alemania y al Gran Imperio Otomano las reservas petrolíferas del
Oriente Medio. La Segunda intentó arrebatar al control soviético los campos
petrolíferos del Bakú. Los restantes conflictos disputaron o aseguraron zonas
periféricas de los grandes yacimientos de hidrocarburos o vías para su transporte. Todos los
enfrentamientos del Oriente Medio han tenido como pila bautismal el petróleo: hasta
el genocidio que se perpreta en Gaza tiene por objetivo el gas de su costa.
Tal cuadro conflictivo se debe al hecho de que cerca
del 80% de la energía que mantiene funcionando al mundo es de origen fósil. A
ella deben su estatuto las actuales potencias. De la misma depende, por otra
parte, la posibilidad de extraer, transportar, transformar y aprovechar los
restantes recursos, la mayoría situados en países en vías de desarrollo,
mientras que las empresas que los aprovechan dependen de casas matrices
ubicadas en países desarrollados.
Esta
situación acabará con el agotamiento de la energía fósil. Sus
reservas no son renovables y diversos indicadores pronostican su fin. El “pico de los hidrocarburos” a partir del cual éstos
se harán cada vez más escasos, difíciles de extraer y antieconómicos, llegó o está por llegar.. El Ministro de Finanzas
ruso Vladimir Kolichev estima que “el pico del consumo bien podría haber
pasado”
(https://www.bloombergquint.com/markets/russia-starts-preparing-for-life-after-peak-fossil-fuels).
British Petroleum calcula que nunca
retornará al nivel de 2019, “la marca más alta en la historia del petróleo”. La
compañía estatal Equinor de Noruega sitúa el derrumbe de la producción hacia
2027-28; la investigadora noruega Rystad Energy lo prevé para 2028; la francesa
Total SA hacia 2030; la consultora Mc Kinsey para 2033; el grupo Bloomberg NEF
y los consultores Wood Mackenzie en 2035; la estimación más optimista es la de
la OPEP, que lo fecha hacia 2040, dentro de 16 años escasos (https://www.bloomberg.com/graphics/2020-peak-oil-era-is-suddenly-upon-us/).
Tales
cálculos son aproximativos y podrían cambiar por el descubrimiento de nuevos
yacimientos, pero no alteran la
realidad: los hidrocarburos no son un recurso natural renovable. Disponemos de una
reserva fija de ellos, que no admite extensión ni crecimiento, y para un lapso
limitado. Ésta debe ser aplicada prioritariamente a la habilitación de energías
renovables que permitan mantener algunos de los elementos del proceso
civilizatorio actual dentro de cuatro o
cinco décadas, lapso tras el cual posiblemente la energía fósil se habrá
agotado o su extracción requerirá mayor energía que la que aportará al final.
1) La invasión militar abierta con cualquier pretexto
inventado, para instaurar gobiernos de ocupación que se apoderen de las reservas energéticas o sus vías
estratégicas, como ocurrió en Irak, Libia y Afganistán.
2) La injerencia política creciente para instaurar gobiernos
que privaticen dichas reservas y las
industrias que las explotan, y cedan el
control de ellas a empresas de los países hegemónicos, como ocurrió en Irak
tras el derrocamiento de Mossadegh.
3) La entrega de dichas reservas bajo el régimen de
Zonas Especiales a multinacionales que no cancelarán impuestos a los países
propietarios, no acatarán normativas laborales o sindicales ni estarán
sometidas a leyes ni tribunales locales.
4) El dominio de la explotación de dichas reservas
mediante la imposición de normas supranacionales ambientalistas o de cualesquiera
otra índole que arrebaten de facto el control sobre sus recursos a los países
donde éstos se encuentran.
Las potencias avanzan la aplicación tanto individual
como conjunta de las estrategias
mencionadas; su culminación equivale a la pérdida de la soberanía territorial y
del patrimonio de los países afectados.
Contra todas ellas se han levantado resistencias: la
historia de la contemporaneidad no es más que la confrontación entre tales
propuestas y los pueblos del mundo.
En relación con la cuarta estrategia de dominio, la
verdad es que son los países hegemónicos quienes más devoran, destruyen y
contaminan el planeta con sus industrias orientadas hacia el consumismo, sus
mercancías diseñadas para la obsolescencia, su producción armamentista, sus
guerras, su sobredimensionamiento del turismo y la generalizada devastación que
esparcen sus explotaciones. Para disminuir sus efectos nocivos les bastaría con
dejar de consumir energía, pero no lo hacen. Ni quieren, ni pueden hacerlo. En
cambio, instalan mercados de “licencias para contaminar”, en los cuales se
puede comprar el permiso para envenenar un área del planeta a cambio de no
hacerla en otra, o lanzan iniciativas devoradoras de energía para reactivar el
ciclo capitalista, como la del auto eléctrico.
Así, en Copenhague se pronuncia Chávez contra “una farsa destinada a permitir
que un capitalismo sin conciencia logre escamotear sus propias responsabilidades
y pueda presentarse como si estuviera libre de polvo y paja”. Y concluye: “Cambiemos
el sistema, no el clima” (Red
Voltaire, 16 de diciembre de 2009).
Mientras hay esperanza, hay resistencia.
TEXTO/IMÁGENES: LUIS BRITTO.
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