Luis Britto García
El Paraíso está en una cota entre los diez y los cuatrocientos metros de
profundidad. Al igual que el enamoramiento o la escritura, el buceo es pasión de solitarios. Como todo lo bueno, es
incomunicable. No debería contar, por ejemplo, cómo de niño perdí mi primera
máscara de buceo nadando bajo un mar de leva; cómo la ola de otro mar de leva
me transportó sobre las defensas de hierro de Arrecifes; ni cómo volé por los
aires con numerosas bombonas y Otrova Gomás en un choque de lanchas en la
Mallorquina. ¿Cuál es secreto del mar? ¿Qué buscamos atisbando sus criaturas
furtivas y detestables? Si no lo sabemos los buzos, menos lo va a saber el
lector.
El buceo no es obligatorio, como el
servicio militar; ni moral, como el matrimonio; ni gregario, como la
democracia; ni socialmente redimente,
como la telenovela cultural; ni falso, como la religión; ni saludable, como el
jogging. Siendo, como el Edén, perfecto, no podemos mejorarlo, sino
estropearlo.
La primera forma de hacerlo es confundirlo con un deporte.
Éste es toda tortura que se ejecuta por capricho.
Bartolomé de las Casas reprochó a los
españoles que obligar a los indios a
buscar perlas en Cubagua era " una de las crueles y condenadas cosas que
pueden ser en el mundo". Bastó eso
para que los brutos calificaran al buceo como deportivo, sin entender que lo
que condenaba el Obispo de Chiapas no era la zambullida, sino
que fuera obligatoria, como el trabajo.
El segundo intento de estropear el buceo
es asimilarlo al desfile de pasarela. La única utilidad del submarinista es dar
de comer a tiburones y vendedores de acqualungs: a esta pareja de
predadores se ha sumado el estilista acuático. No hay sacrificio humano sin
carnaval. He soportado falsas condesas y
príncipes postizos en palafitos con discotecas de piso de vidrio que permitían
bailar sobre las olas de Morrocoy; he compartido literas -ella la de abajo y yo
la de arriba, u otro arreglo que no recuerdo- con diseñadoras de modas o
fotógrafas de glamour. Sobreviví a mi
experiencia límite en un yate charter de buceo en la Florida cuyos pasajeros,
como turistas japoneses, no hacían más que fotografiarse unos a otros con
licras fosforescentes. Todo en vano: quince metros bajo el nivel del mar
las anguilas seguían tan desnudas como siempre. Diré más: la forma femenina,
como la de la foca, está hecha para el buceo: sólo en él alcanzan ambas su
anunciado esplendor: esa arquetipal armonía que liberan la ausencia del peso o de la afectación. Al
ver las buceadoras japonesas ama
sacar perlas en la isla de Kokichi Mikimoto descubrí que nuestra precaria
anatomía no está hecha para la verticalidad: todo lo trascendente ocurre en la
cama o el abismo.
La
tercera tentativa para estropear el buceo es contaminarlo con la sociabilidad.
Siempre he dicho que toda reunión es síntoma de una capacidad de afecto
vacante. Ruleta rusa húmeda, el submarinismo no puede ser organizado por la
misma razón que no es factible el Club de los Suicidas soñado por Robert Louis
Stevenson. Somos la única minoría que no teme al exterminio, sino a la
congregación. Lo que ahoga no es el mar, sino la medianía. Quien no lo
comprenda debe colgar el snorkel y
correr a inscribirse en el club de canasta más próximo. Bucear en grupo sólo es
recomendable en aguas infestadas de tiburones, siempre que se ponga de primero
al más gordo. Cuando sobre una boya
ondea la bandera roja con barra blanca
que anuncia submarinista, hay que alejarse. Lo mismo se debe hacer cuando luce
sobre un automóvil, sólo que más rápido: la exhibición pública de la dicha es
tan vulgar como la de la riqueza, y sólo
ocurre cuando la una y la otra son falsas. Aun así, el peor de los
submarinistas supera a la Miss y al
anunciador de videoclips en que practica su vicio callado; al literato y al
beodo, en que además no sobrevive a sus errores. Pues ni la profundidad ni la
mujer perdonan ¡cómo no amarlas!
Estas reflexiones no guardan la coherencia
deseable: al igual que el deporte, la política, el exhibicionismo o la sociabilidad, el buceo produce la suspensión del
pensamiento abstracto, pero sólo durante la inmersión, mientras que en las
otras actividades el efecto es permanente.
Bajo las aguas vemos el mundo desde el
punto de vista de nuestra ausencia. Sobre ellas descubrí también que lo único
que hace tolerable al instante es que va a pasar. Bajo la superficie sentimos
cómo eran los instantes antes de la invención del tiempo. ¿Es éste el pecado
original, que revierte la trabajosa fábrica de la creación? ¿Fue para hundirnos
que desató Dios el diluvio? ¿Odia a los buzos por ser los únicos verdaderos
sobrevivientes de éste? ¿Es contra nosotros que
prepara el Apocalipsis, tras el cual habrá un nuevo cielo y una nueva
tierra, pero el mar no existirá? (Apocalipsis, 21, 1).
El submarinismo es el símbolo perfecto de una época en que todo se hunde. Lo mejor que se podrá decir de nosotros es que llegamos lo más bajo que se puede llegar.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.
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