Luis Britto García
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Talibán,
estudiante de una escuela musulmana religiosa.
Estudiemos lo que en Afganistán sucede y aprendamos de sus lecciones.
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Afganistán está
situado entre fronteras calientes con
potencias políticamente distanciadas y a veces antagónicas: Irán,
Turkmenistán, China, Pakistán,
Tadjikistán y Uzbekistan. Las dos últimas formaron parte de la Unión Soviética.
En su peligrosa vecindad están Arabia Saudita, influida por Estados Unidos, e
Irak, destruido por ellos. Lo que en el país afgano sucede repercute en sus
vecinos, pero es a veces repercusión de lo que entre ellos ocurre. Pobre
Afganistán, tan lejos de Estados Unidos pero tan cerca de los títeres de estos.
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Encrucijada de caminos del Asia, Afganistán lo es también de
sus étnias. La predominante es la Pashtun, cuyo idioma es hablado por la mitad
de la población. Tadjikios, turcos y
uzbekos usan el lenguaje de sus países vecinos; hazaras y urdus tienen lenguas
propias. 78% utiliza el dani, vehículo
de intercomunicación entre tantas lenguas distintas. De una población cercana a
30 millones de habitantes, el 71,4% es rural y el 4,7% nómada. El campo es
dominado por intrincada trama de poderes de los Señores de la Guerra, jefes
tribales y terratenientes. El vínculo preponderante en este abigarrado mosaico
es la religión islámica, que profesa el 99,7%, del cual 90% son sunitas. Donde la
religión es política, la política es una religión.
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En la guerra, decía Voltaire, de lo que se trata ante todo es del robo.
Las tres grandes industrias mundiales son el petróleo, el narcotráfico y el armamentismo.
Afganistán es presa favorita de las tres. El United States Geological Survey de 2006 estimó que alberga reservas
de 2.9 billones de barriles de crudo y 440 billones de metros cúbicos de gas natural.
Aparte de ello, posee yacimientos de oro, carbón, hierro, cobre y litio. Si tienes riquezas, prepárate a ser
invadido. Los recursos propios siempre atraen dueños ajenos.
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Estima el Fondo
Monetario Internacional que el lavado de dinero ocupa del 2 al 5% del Producto
Interno Bruto Mundial, y que de esa proporción entre 590 billones y 1.5
trillones de dólares están vinculados al narcotráfico y son manejados por
Bancos estadounidenses o británicos. Históricamente, Afganistan producía el 71%
de la heroína del mundo, de la cual se surtía
el 60% del consumo de dicha droga en Estados Unidos. No es casual la
presencia de tropas yanquis en los dos mayores productores de droga del
mundo, Afganistán y Colombia. Si el
gobierno no domina a la droga, la droga domina al gobierno.
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Para perpetuar esta
cadena de complicidades era indispensable que Afganistán siguiera cultivando
amapola y refinándola en centenares de laboratorios en la frontera con
Pakistán. Pero en 1978 toma el poder el socialista Partido Democrático Popular de
Afganistán (PDPA), libera 8.000 presos políticos, anula las deudas usurarias
con sus terratenientes de once millones
de campesinos, impone una reforma
agraria que distribuye tierras a 250.000 de ellos, legaliza los sindicatos,
establece un salario mínimo, separa el Estado de la religión, abre para las
mujeres la educación y la participación política, expulsa del partido a los
polígamos y prohíbe el cultivo de la
amapola. Hacer el bien es más peligroso que dejar hacer el mal. Adoptar medidas
populares que puedan consolidar un gobierno es calificar para ser invadido.
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A
tal crimen, tal castigo. En julio de 1979 el Presidente Carter emite una
directiva secreta de ayuda de la CIA a los opositores del gobierno socialista. Es
operación que, como el caso
Irán-Contras, financia contrarrevolución con narcotráfico. Departamento de
Estado y agencias de seguridad comienzan
la recluta y financiamiento de mercenarios por todo el mundo islámico. Si
no tienes oposición armada, puedes alquilarla, como se hizo después en
Venezuela con los paramilitares de Daktari, de Silvercorp y los de Apure. Según
confesó posteriormente su asesor en política internacional Zbigniew Brzezinski, con ello “teníamos la oportunidad de darle a la
URSS su guerra de Vietnam”, ya que “conscientemente incrementamos la
posibilidad de que intervinieran”. Los soviéticos en efecto envían asesores y
efectivos alegando, fundadamente, que contrarrestan una intervención
estadounidense. Lo cual, según Brzezinski, conduce a que “por diez años, Moscú
deba mantener una guerra insoportable, que llevó finalmente a la
desmoralización y la ruptura del imperio soviético”. No se imagina que está
creando un monstruo que tendrá los mismos efectos contra el imperio de Estados Unidos.
Durante esa década, éste y su aliada Arabia Saudita
dilapidan más de 40 billones de dólares
en reclutar y entrenar cien mil mercenarios extranjeros, pertrechados con 2.000
Fim-Stinger, cohetes que buscan automáticamente el blanco de helicópteros, aviones
y tanques. Durante nueve años, la invasión causa la muerte de entre medio
millón y dos millones de afganos, y desplaza otros seis millones.
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Gorvachov retira
el apoyo soviético en 1989; el gobierno socialista resistió por sí solo
hasta 1992, cuando los paramilitares muyahedines toman el poder, torturan y
ejecutan al Presidente Muhammad Najibullah, dejan sin efecto las reformas progresistas, imponen la sharia,
conjunto de prácticas fundadas en textos religiosos, queman
libros, dinamitan milenarias esculturas budistas. La destrucción del socialismo
no es la paz: es el inicio de una nueva guerra civil entre facciones fundamentalistas, Señores de la Guerra, jefes tribales y diversos grupos étnicos y religiosos. Esta
pesadilla es celebrada por la industria cultural estadounidense en la película
Rambo III, dedicada explícitamente a los talibanes, a quienes califica como
“luchadores por la libertad”. Las autoridades
restablecen el lucrativo cultivo de la amapola. La religión es el opio
de los pueblos, el opio la religión de
los fundamentalistas.
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Los talibanes, la
facción de los muhayedines dominante
desde 1995, recibe una oferta de George Bush
y de Cheney, para instalar en el
territorio un estratégico oleoducto que debía ser trazado “sobre una alfombra de
oro, o de bombas”. Los talibanes la rechazan. Al poco tiempo, son acusados sin
pruebas del sospechoso atentado contra las Torres Gemelas de 2001, a pesar de
que los supuestos secuestradores
suicidas de los aviones no son
afganos, sino sauditas, y de que la familia Bin Laden es socia de negocios de
Bush. A la hora de invadir países,
cualquier excusa es buena. A falta de oro, durante veinte años diluvian bombas.
En ese lapso, Estados Unidos dilapida en Afganistán unos 4 billones de dólares
al año -74 billones en total.
¿Qué sentido tiene este disparate? Señala Pepe Escobar que la derrota en
Afganistán fue un holocausto para el devastado pueblo afgano y el contribuyente
estadounidense, pero un triunfal negocio para el complejo MICIMATT
(Military-Industrial-Counter-Intelligence-Media-Academia-Think-Tank). Según
afirmó Julian Assange: “El objetivo es usar Afganistán para lavar dinero fuera
de las bases tributarias de Estados Unidos y Europa a través de Afganistán de nuevo a las manos de una elite
trasnacional de seguridad. El objetivo es una guerra interminable, no una
guerra exitosa”. La guerra es buen negocio: invierta su hegemonía.
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La derrota estadounidense se explica por el enorme
rechazo popular. Los invasores nada aportan al país: tienen lengua, costumbres
y creencias distintas y no respetan las locales; su único argumento es la
fuerza bruta: bombardean, destruyen, torturan, asesinan y encierran en campos
de concentración a supuestos resistentes, imponen un gobierno títere y se
rodean de una elite colaboracionista corrupta. Prácticamente todos los que no
forman parte de ella están contra la injerencia, y los talibanes se muestran
como la más organizada de las fuerzas que se le oponen. Así serán de atroces los invasores
estadounidenses, que los talibanes parecen un mal menor. Éstos van ocupando
sigilosamente campos, aldeas y ciudades
de la periferia, y cuando Biden anuncia la retirada, toman sin resistencia
Kabul. Una sola cosa pueden enseñarnos los objetables talibanes: la tumba de
los Imperios se cava con sentimiento nacional y resistencia cultural.
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