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En el documental de Errol Morris The Fog of War, Robert McNamara, ex Secretario de Defensa de Estados Unidos, confesó sin ambages que “si hubiéramos perdido, todos hubiéramos sido juzgados como criminales de guerra”. Noam Chomsky candidatea para tal juicio a todos los presidentes norteños. No exagera: el documento del gobierno de Estados Unidos de 1960 Selective Assassination as an Instrument of Foreign Policy, ISBN 1-58160-296-0 consagra el asesinato como instrumento de su política exterior. Lawrence Davidson testimonia que durante la Guerra de Vietnam el programa Phoenix de la CIA asesinó a sangre fría 23.369 presuntos miembros del Vietcong. Esa cifra es superada por la hecatombe de más de medio millón de comunistas en 1965 en Indonesia, según listas preparadas por la CIA y utilizadas por militares entrenados en Estados Unidos. Obama proclama el genocidio en Libia como “el modelo de las relaciones internacionales”. Preguntaba Cantinflas: ¿Hablamos como caballeros, o como lo que somos? Vivimos el imperialismo humanitario, o sea la caída de las máscaras.
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¿La carnicería contra víctimas indefensas o prisioneros desarmados es casualidad o excepción? El imperio no maneja otra política. En la América Nuestra es imposible olvidar los asesinatos de Benjamín Zeledón, Francisco Madero, Emiliano Zapata, Pancho Villa, César Augusto Sandino, Julio Antonio Mella, Fabricio Ojeda, Alberto Lovera, Jorge Rodríguez, el Che Guevara, Salvador Allende, Oswaldo Letellier, monseñor Arnulfo Romero, el padre Ignacio Ellacuría, Francisco Caamaño Deñó, Manuel Reyes, del Mono Jojoy, entre centenares de miles que engordan estadísticas. Sumemos a ellos cerca de tres mil chilenos y 8.960 argentinos, y más de diez mil venezolanos y quien sabe cuántos centenares de miles de peruanos y colombianos y guatemaltecos y salvadoreños y hondureños exterminados por gobiernos instrumentos de Washington. La carnicería se transnacionalizó con la llamada Operación Cóndor, alianza entre dictaduras que consagró la diplomacia del asesinato. El presidente ecuatoriano Roldós y su homónimo panameño Omar Torrijos perecen en inexplicables accidentes de aviación. Contra Fidel pasan de novecientos los atentados fallidos; contra Chávez no se sabe. Rafael Correa escapó de milagro. Ni siquiera están seguros los viejos lacayos que devienen inútiles: la CIA supo todos los detalles del complot contra Rafael Leonidas Trujillo, y no movió un dedo para salvarlo. La política se confunde con la mafia.
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¿La máquina de asesinar opera sólo en el patio trasero? Roguemos por Patricio Lumumba. Oremos por Yasser Arafat, muerto de “misterioso desorden de la sangre” que su consejero Bassam Abu Sharif calificó como sobredosis de thallium administrado por el Mossad. Lawrence Davidson acredita también al Mossad el asesinato en serie de científicos iraníes que trabajaban en usos pacíficos de la energía nuclear. Hagamos votos por Milosevich, misteriosamente fallecido al comenzar el juicio al que lo sometieron quienes destruyeron su país. Una nueva arma cobarde, el avión no tripulado, habría dado cuenta del fantasma de Osama bin Laden. Del mismo mal fallecen cotidianamente en Pakistán incontables inocentes. El asesinato, guerra individualizada, se confunde con la guerra, asesinato a gran escala.
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Los Estados nacionales surgieron con la sustitución de los ejércitos mercenarios por los de voluntarios; los imperios perecerán con la suplantación de sus voluntarios por mercenarios. Roma sustituyó sus milicias de ciudadanos por las de bárbaros a sueldo, y los bárbaros tomaron Roma en cuanto ésta dejó de pagarles. Estados Unidos alquila para sus latrocinios a marginales que se venden por comida e inmigrantes a precio de carta de ciudadanía. En la mayoría de los países europeos desapareció el servicio militar obligatorio: se mata por dinero. Pero el dinero mata. Países militarmente ocupados sólo sirven de bases para ocupar militarmente a otros países. El intento de privatizar la vida concluye en privatización de la muerte. Las milicias informales que pretenden servir al Estado formal lo convierten en su instrumento. Los sicarios comprados por la política compran políticos. El asesinato se convierte en única ley. Quien por el sicario mata, por el sicario muere. El paramilitar es el verdadero rostro del imperio.
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¿Asombra, entonces, que 20.000 ataques aéreos con bombas y proyectiles teledirigidos asesinen más de 50.000 víctimas indefensas en un país al cual no se ha declarado la guerra? ¿Qué una turba de cazarecompensas linche a un prisionero que agoniza fulminado por un bombardeo? ¿Qué así culmine una cadena de atentados que comenzó con un bombardeo en tiempos de paz contra su residencia, y que eliminó sistemáticamente sus familiares? ¿Que una Secretaria de Estado se ufane: “Fuimos. Vimos. Murió”? ¿Puede hacer otra cosa un país que para 2011 gasta 708 mil millones de dolares en armamentos, más de la mitad del gasto bélico mundial? ¿Dispone de otro medio para pagar una deuda pública que pasa del 102% de su Producto Interno Bruto? ¿Le queda otro recurso a un imperio que produce sólo fraudes financieros? ¿Puede un sistema de genocidas ejercer otra industria que el pillaje? ¿Cabe en su mente algo distinto de la destrucción de la Biblioteca de Babilonia, o que el actual latrocinio de los Tesoros Arqueológicos de Bengazi, del Banco Comercial Nacional de Libia? El asesinato es la economía, la política, la diplomacia, la cultura, la religión del Imperio. Así promueven la rebelión que les hará probar su propia medicina.
El siglo de Herodes no ha terminado
sábado, 5 de noviembre de 2011
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