1
Literatura de viajes es una de las pocas redundancias felices. La lectura es peregrinación desde la letra inicial hasta la final, y la propia oración es travesía de la cual sale modificado, enaltecido o aniquilado el sujeto que la inicia. El lector cumple la paradoja perfecta del viajero inmóvil. Al igual que el trashumante, algo se modifica en él, y al final de su periplo deviene, como el viejo marino de Coleridge, un hombre más triste y más sabio. Viajamos para conocer el mundo; si somos afortunados apenas llegaremos a conocernos un poco más nosotros mismos.
Literatura de viajes es una de las pocas redundancias felices. La lectura es peregrinación desde la letra inicial hasta la final, y la propia oración es travesía de la cual sale modificado, enaltecido o aniquilado el sujeto que la inicia. El lector cumple la paradoja perfecta del viajero inmóvil. Al igual que el trashumante, algo se modifica en él, y al final de su periplo deviene, como el viejo marino de Coleridge, un hombre más triste y más sabio. Viajamos para conocer el mundo; si somos afortunados apenas llegaremos a conocernos un poco más nosotros mismos.
2
Viaje, imagen de la vida, del crecimiento, de la transmutación. En la página en blanco y en el camino intentamos resolver las antinomias entre inmovilidad y cambio, conocido y desconocido, esclavitud y liberación, pertenencia y aislamiento, Yo y Otros, azar y necesidad, Paraíso Perdido y Tierra Prometida. Quien viaja rompe vínculos, se exilia. Ulises enfrenta cada día una muerte distinta, mientras Penélope viaja cada día del principio al fin de una tela siempre idéntica. No hay partida que no arroje duda sobre el regreso. Por lo mismo que ambiciona, el viajero renuncia. Morir, dormir acaso, dice Hamlet. Partir, quizá soñar. Toda religión es un viaje imaginario a partir del último instante. Lo único que diferencia el viaje de la muerte es la posibilidad del retorno. Pero aquél que partió ha muerto, así como aquello a lo que regresa.
3
¿Existe en verdad una disyunción entre el viajar tangible y el fantaseado? Por real que sea un viaje, se lo emprende en alas de lo imaginario. Somos una especie trashumante: dedicamos nuestros primeros millones de años a la recolección, la caza la pesca; sólo nuestro hermano Caín nos sembró en la tierra y nos convirtió en sedentarios y por tanto en soñadores. Así como los hombres se dividen entre aristotélicos o platónicos, también se separan entre estacionarios o errabundos. El Ser no tiene otras raíces que las imaginarias. Por ello, las primeras errancias cuyo recuerdo se conserva son todas fantaseadas. Desde la Epopeya de Gilgamesh a la Odisea, desde el Éxodo al Viaje al Oriente, desde el Ramayana hasta el Mahabarata, desde los periplos de Simbad hasta las travesías de San Brandán, las traslaciones eran peregrinantes delirios cuya remotez posibilitaba tomarlos como fidedignos. Con el empequeñecimiento del mundo por la conquista o el comercio, el nuevo trashumante es a la vez viajero y autor y sus testimonios capitulan ante una que otra realidad. El Anábasis es casi verídico; el Millón de Marco Polo casi nunca, y sin embargo debemos a su ilusorio Catay la realidad de América y la circunnavegación del globo.
4
Todo viaje es un progreso que se desarrolla paralelamente en lo exterior y lo interior. La más perfecta forma de travesía es el viaje iniciático, que han cumplido millones hacia La Meca o Santiago de Compostela o Jerusalén o París, y que literariamente cumplen Mahoma a horcajadas de Borak, los protagonistas de la Divina Comedia, del Pilgrim’s Progress, de la Muerte de Arturo o de las Aventuras de Arthur Gordon Pym. El Quijote que deserta de un lugar de la Mancha corta voluntariamente vínculos con la realidad, de la cual no quiere acordarse. En vano tropezará con ella a cada paso de Rocinante; el delirio transforma todo, salvo su lugar natal, al que regresará descalabrado como Alonso Quijano. Nadie es caballero andante en su tierra. Sólo la ajena comarca desata la lengua del memorialista o del profeta. Viaje que no culmina en una Revelación es perdido.
5
Si todo lo perecedero es un símbolo, también lo será lo imperecedero. Podemos intentar una emblemática de los parajes por los cuales se traslada el vagamundo. Los mandalas son la escritura bidimensional de un modelo del universo en dimensiones infinitas. Las ruedas de la vida, el compendio de las incontables reencarnaciones. La catedral es una narrativa sólida que se recorre; no en balde su piso con tanta frecuencia reitera el tema del laberinto. Los jardines del renacimiento, el parque de Bomarzo, son la escritura tridimensional de una narrativa hermética, la Hipnerotomaquia Poliphili, alegoría del amor profano escondida tras la búsqueda del amor divino que dará lugar, entre otras ramificaciones, a Romeo y Julieta y los luminosos jardines de Versalles.
6
Asimismo podemos traducir los accidentes geográficos de la literatura de viajes a significados alegóricos. Sabemos ya que el río es el tiempo; que remontarlo es la imposible vuelta al origen y descender por él la final fusión con la mar, que es morir, o el alma, por su profundidad impenetrable y sus incontrolables borrascas. El desierto es la ascesis; la llanura, la niveladora igualdad; la montaña la difícil ascensión hacia la pureza: la selva, la proliferación pecaminosa de la vida y sus asechanzas, el pantano, el vicio estancado y absorbente, el prado, el reposo amable. Las vastedades desiertas que estremecen al romántico o al naturalista son Dios, todavía libre de las falsedades que sobre él acumula la veneración de sus criaturas. Martín Fierro, Arturo Covas o Marcos Vargas se internan a la vez en la vastedad americana y en la devoradora inocencia de la naturaleza anterior al pecado. No hay detalle topográfico que Freud no asimile a otro erótico. Nada de extraño tienen entonces los mapas en los cuales cartógrafos sentimentales trazaron itinerarios de la pasión, como el del País de La Ternura en la Clélia de Madeleine de Scudéry (1654), con su Mar Peligroso, su Lago de la Indiferencia, sus ciudades de la Maledicencia, de la Sensibilidad, de la Constancia. No en balde en imperecedero párrafo comparó La Rochefocauld el fin del amor con el término de un viaje.
Viaje, imagen de la vida, del crecimiento, de la transmutación. En la página en blanco y en el camino intentamos resolver las antinomias entre inmovilidad y cambio, conocido y desconocido, esclavitud y liberación, pertenencia y aislamiento, Yo y Otros, azar y necesidad, Paraíso Perdido y Tierra Prometida. Quien viaja rompe vínculos, se exilia. Ulises enfrenta cada día una muerte distinta, mientras Penélope viaja cada día del principio al fin de una tela siempre idéntica. No hay partida que no arroje duda sobre el regreso. Por lo mismo que ambiciona, el viajero renuncia. Morir, dormir acaso, dice Hamlet. Partir, quizá soñar. Toda religión es un viaje imaginario a partir del último instante. Lo único que diferencia el viaje de la muerte es la posibilidad del retorno. Pero aquél que partió ha muerto, así como aquello a lo que regresa.
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¿Existe en verdad una disyunción entre el viajar tangible y el fantaseado? Por real que sea un viaje, se lo emprende en alas de lo imaginario. Somos una especie trashumante: dedicamos nuestros primeros millones de años a la recolección, la caza la pesca; sólo nuestro hermano Caín nos sembró en la tierra y nos convirtió en sedentarios y por tanto en soñadores. Así como los hombres se dividen entre aristotélicos o platónicos, también se separan entre estacionarios o errabundos. El Ser no tiene otras raíces que las imaginarias. Por ello, las primeras errancias cuyo recuerdo se conserva son todas fantaseadas. Desde la Epopeya de Gilgamesh a la Odisea, desde el Éxodo al Viaje al Oriente, desde el Ramayana hasta el Mahabarata, desde los periplos de Simbad hasta las travesías de San Brandán, las traslaciones eran peregrinantes delirios cuya remotez posibilitaba tomarlos como fidedignos. Con el empequeñecimiento del mundo por la conquista o el comercio, el nuevo trashumante es a la vez viajero y autor y sus testimonios capitulan ante una que otra realidad. El Anábasis es casi verídico; el Millón de Marco Polo casi nunca, y sin embargo debemos a su ilusorio Catay la realidad de América y la circunnavegación del globo.
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Todo viaje es un progreso que se desarrolla paralelamente en lo exterior y lo interior. La más perfecta forma de travesía es el viaje iniciático, que han cumplido millones hacia La Meca o Santiago de Compostela o Jerusalén o París, y que literariamente cumplen Mahoma a horcajadas de Borak, los protagonistas de la Divina Comedia, del Pilgrim’s Progress, de la Muerte de Arturo o de las Aventuras de Arthur Gordon Pym. El Quijote que deserta de un lugar de la Mancha corta voluntariamente vínculos con la realidad, de la cual no quiere acordarse. En vano tropezará con ella a cada paso de Rocinante; el delirio transforma todo, salvo su lugar natal, al que regresará descalabrado como Alonso Quijano. Nadie es caballero andante en su tierra. Sólo la ajena comarca desata la lengua del memorialista o del profeta. Viaje que no culmina en una Revelación es perdido.
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Si todo lo perecedero es un símbolo, también lo será lo imperecedero. Podemos intentar una emblemática de los parajes por los cuales se traslada el vagamundo. Los mandalas son la escritura bidimensional de un modelo del universo en dimensiones infinitas. Las ruedas de la vida, el compendio de las incontables reencarnaciones. La catedral es una narrativa sólida que se recorre; no en balde su piso con tanta frecuencia reitera el tema del laberinto. Los jardines del renacimiento, el parque de Bomarzo, son la escritura tridimensional de una narrativa hermética, la Hipnerotomaquia Poliphili, alegoría del amor profano escondida tras la búsqueda del amor divino que dará lugar, entre otras ramificaciones, a Romeo y Julieta y los luminosos jardines de Versalles.
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Asimismo podemos traducir los accidentes geográficos de la literatura de viajes a significados alegóricos. Sabemos ya que el río es el tiempo; que remontarlo es la imposible vuelta al origen y descender por él la final fusión con la mar, que es morir, o el alma, por su profundidad impenetrable y sus incontrolables borrascas. El desierto es la ascesis; la llanura, la niveladora igualdad; la montaña la difícil ascensión hacia la pureza: la selva, la proliferación pecaminosa de la vida y sus asechanzas, el pantano, el vicio estancado y absorbente, el prado, el reposo amable. Las vastedades desiertas que estremecen al romántico o al naturalista son Dios, todavía libre de las falsedades que sobre él acumula la veneración de sus criaturas. Martín Fierro, Arturo Covas o Marcos Vargas se internan a la vez en la vastedad americana y en la devoradora inocencia de la naturaleza anterior al pecado. No hay detalle topográfico que Freud no asimile a otro erótico. Nada de extraño tienen entonces los mapas en los cuales cartógrafos sentimentales trazaron itinerarios de la pasión, como el del País de La Ternura en la Clélia de Madeleine de Scudéry (1654), con su Mar Peligroso, su Lago de la Indiferencia, sus ciudades de la Maledicencia, de la Sensibilidad, de la Constancia. No en balde en imperecedero párrafo comparó La Rochefocauld el fin del amor con el término de un viaje.
1 comentario:
Acabo de descubrir su blog y ya soy devoto.
He leído tres veces ya esta entrada.
Y lo que te rondaré morena.
Lux et voluptas
http://www.clubviajero.com/2008/09/592/#more-592
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