LUIS
BRITTO GARCÍA
Ha sido creada una Escuela para candidatos a
diputados en la Asamblea Nacional Legislativa, inaugurada por el Presidente Nicolás Maduro y por Jorge
Rodríguez. Teniendo como educandos a futuros legisladores, y siendo así que las
leyes son desarrollo de la Constitución, el pensum debería incluir nociones jurídicas
fundamentales sobre el tan frecuentemente ignorado concepto de Soberanía.
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Soberanía es el perpetuo y supremo poder de un
cuerpo político para darse sus propias leyes, aplicarlas con sus propios
órganos y decidir las controversias sobre dicha aplicación con sus propios
tribunales. La palabra “Soberano” deriva
del latín Super Anus, por encima de
cualquier otro. Tras la caída del Imperio Romano, proliferó en Europa una
multiplicación de pequeños poderes: los de los señores feudales, los de las
ciudades, los de las Iglesias, los de
los gremios. Estos poderes se pretendían independientes, pugnaba cada uno con los otros
y superponían sus competencias. El resultado era una perpetua guerra, que sólo
se aplacó con la instauración de los soberanos Estados Modernos Nacionales, en
los cuales un solo poder, una sola instancia decidía las controversias.
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Uno de los fundadores de la teoría de la
Soberanía, Jean Bodin (1529-1596), la define como “el poder absoluto y
perpetuo de una República”. Poder Absoluto, porque no admite ningún otro por
encima de él. Perpetuo, porque se lo funda con
intención de que perdure: no tiene lapso de caducidad ni vencimiento. La
Soberanía se manifiesta mediante atributos, y el principal de ellos es el de
legislar. Según Bodin: “El primer atributo del príncipe soberano es el poder de
dar leyes a todos en general y a cada uno en particular”. Fácil es comprender
que de él se derivan los demás atributos, pues de nada serviría al soberano
sancionar leyes si aplicarlas o no aplicarlas depende de un poder distinto. Y tampoco valdría de nada legislar
si tribunales de otros países interpretaran como les pareciera las leyes o
pudieran declararlas ilegítimas. Son los mismos
atributos que posteriormente Montesquieu designaría como poderes
Legislativo, Ejecutivo y Judicial. La pérdida de cualquiera de ellos equivale a
la de la soberanía, ya que, como puntualiza también Bodin, “del mismo modo que
una corona pierde su nombre si es abierta o se le arrancan sus florones,
también la soberanía pierde su grandeza si en ella se practica una abertura
para usurpar alguna de sus propiedades”.
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Así, un Estado que se somete a tribunales, cortes
o juntas arbitrales extranjeras en asuntos de orden público interno pierde su
soberanía. Estos cuerpos foráneos podrían sentenciar la ilegitimidad de los
actos de los poderes públicos: anular elecciones, deponer o designar
mandatarios, declarar ilegítimas sus leyes, arruinar al país asignando sus recursos a entes
extranjeros o sentenciándolo a pagar deudas inexistentes. Con ello desaparece
también la democracia: las decisiones fundamentales serían adoptadas por
órganos del exterior, no elegidos por los nacionales ni responsables ante
ellos. Sin soberanía no hay cuerpo político.
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Resumimos: entregar a un poder foráneo la
potestad de legislar, aplicar las leyes o interpretar la correcta aplicación de
ellas en materias de orden público interno es renunciar a la soberanía. No
existe soberanía “limitada” ni “relativa”: de la misma manera que una mujer no
puede estar medio preñada. Un cuerpo político es soberano o no es. Es cuestión
que a partir de 1810 decidimos a sangre y fuego con la pérdida de más de la
tercera parte de nuestra población en una Guerra de Independencia que duró
catorce años y destruyó también nuestra economía.
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Los Imperios en la actualidad no siempre
adquieren colonias con costosas invasiones y genocidios tremebundos. Ello les
impone mantener pesados ejércitos de ocupación y molestas guerras de
contrainsurgencia con los sojuzgados. Ahora les bastan discretas presiones,
vagos halagos, promesas etéreas, para que mandatarios, jueces, constituyentes y
legisladores adulantes entreguen soberanías, no en el campo de batalla, sino en
mesas de negociaciones salpicadas de brindis y de cómplices felicitaciones.
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Pero cada vez que los representantes de Venezuela
han incurrido en abdicaciones de
soberanía, el castigo ha sido tremendo. A una Junta cuyos miembros fueron
designados por Estados Unidos le confiaron el Laudo Arbitral sobre la Guayana
Esequiba, y la perdimos íntegramente.
Inglaterra, Alemania e Italia se confirieron el derecho de reclamar a cañonazos
supuestas acreencias de sus compañías contra nuestro país, y el resultado fue
un sangriento y ruinoso bloqueo entre 1902 y 1903. A la Corte Interamericana de
los Derechos Humanos de la OEA obsequió
nuestro país el derecho de vigilar y juzgar sobre las violaciones de éstos en
Venezuela, y dicho organismo cuadruplicó las causas y sentencias en contra
nuestra desde que se instauró el gobierno bolivariano. Al Centro Internacional
de Arreglo de Diferencias sobre las Inversiones (CIADI) le cedió el poder de
decidir las reclamaciones de las transnacionales contra nuestro Estado, y las
perdimos prácticamente todas. Carlos Andrés Pérez entregó en bandeja de plata
al Fondo Monetario Internacional el soberano control de la economía venezolana,
y apenas le costó la pérdida del poder para siempre tanto a él como a su
partido Acción Democrática. Caldera suscribió el Primero de los Infames
Tratados contra la Doble Tributación, que exoneran de pagar impuestos en
Venezuela a empresas e individuos extranjeros, y tanto él como su partido
viajaron hacia el Monte del Olvido. La entrega de soberanía no perdona.
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Dicho lo anterior, me pregunto cuándo voté para que representantes elegidos
con mi sufragio sancionaran una Constitución que impide proteger nuestra
economía al estatuir que la inversión extranjera tendrá las mismas condiciones
que la nacional. Tampoco recuerdo haber autorizado a nadie para redactar una
Ley Orgánica de la Hacienda Pública Estadal que privatizaba ríos, lagos y
lagunas y permitía inmunizarse por contrato contra las alzas de impuestos; una
Ley de Promoción y Protección de la Inversión Extranjera que confiere a ésta
mayores privilegios que a la Nacional, y en general normas que convierten a las
sentencias de nuestros tribunales en borradores a ser corregidos, enmendados o
desechados a placer por jueces extranjeros. No concibo que no sepan leer lo que
aprueban, porque en nuestro país se acabó el analfabetismo. Tampoco creo que
una mano siniestra borró lo que aprobaron y escribió otra cosa, porque ninguna
mano maligna ha borrado sus dietas, subvenciones y viáticos. Menos creo que
hayan levantado el brazo sin leer lo que aprobaban, porque ninguno ha suscrito
un documento de cesión de todos sus bienes sin mirar lo que firmaba. Ninguno
prometió esas canalladas, sino todo lo contrario. Me deben una explicación.
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Me dirijo entonces, no a los ya elegidos, sino a
aquellos por elegir. Una vez más vamos a confiarles la custodia de la
soberanía, no su entrega. Estamos en la Soberana República Bolivariana de
Venezuela, muchachos, no en el Estado Libre Asociado de Muñoz Marín. Si así lo
entendeis, que la Patria y los votantes
os lo premien; y si no, que os lo demanden.
7
noviembre 2020
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