El 29 de octubre de 1618 el verdugo de la Torre de Londres afila su hacha y sir Walter Ralegh aguza su pluma, arma a la que su amigo o quizá alter ego William Shakespeare considera más poderosa que la espada. El hierro intenta tronchar una cabeza que ha vivido mil existencias; la pluma, inscribir una leyenda que dure mil vidas. Alguna vez sentenció que “tan sólo la muerte puede hacer que el hombre se conozca de pronto a sí mismo”. ¿Pero quién es Ralegh? Cortesano, poeta, historiador, alquimista, seductor, favorito de la Reina Elizabeth, navegante, pirata, esteta. En su último momento preocupa al anciano la madrugada otoñal, que quizá dará a sus enemigos la satisfacción de pensar que tiembla de miedo y no de frío. Ha compuesto hasta el acicalamiento su atavío de enlutado terciopelo, los versos de su epitafio, la arenga donde se confiesa “hombre lleno de toda vanidad, y he vivido vida pecadora, en todas las profesiones pecadoras, habiendo sido soldado, capitán del mar y cortesano, puestos todos de maldad y vicios”. Alguna vez versificó burlonamente que la vida es un drama de pasión, la tumba un telón, la vida comedia, y sólo la muerte seria. Prolijamente perfecciona ese último acto que definirá su personaje. En la carta a su esposa Elizabeth Trockmorton, cuyo amor le costó perder el favor de la reina Elizabeth y quizá un reino, concluye: I am but dust. No soy más que polvo.
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No más que polvo, o espuma, son ya
los navegantes que consideraron al globo
botín, al prójimo presa, al
intelecto fábrica de coartadas. Sus cañones hundieron flotas; sus palabras
hicieron aflorar imperios. Están de moda los escritores que no creen en el
efecto social de la escritura. Sin embargo, el Imperio Británico fue creado por
el compilador de relatos náuticos Richard Hakluyt; la América francófona por el
predicador de colonias calvinistas Gaspar de Coligny. Hugo Grocio allanó a las
Compañías Corsarias la vía de un dominio global al redactar su tratado sobre el
Mar Libre para justificar la partición de un botín. Las fábulas doradistas de
Ralegh nos costaron Trinidad y la
Guayana Esequiba. El converso Thomas Gage y el visionario John Milton
instigaron a Oliverio Cromwell a una conquista de América que quedó en invasión
de Jamaica. La pluma que adula al
forajido comparte el botín. Y la culpa.
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Brújulas
magnetizadas por el polo de su codicia, las plumas filibusteras raramente nos
legan más que líricas diatribas sobre su apropiación de despojos. “Paso a paso este tratado irá mostrando/ la
vía a la fama, a la prueba del valor y el oro”, versifica
abominablemente Francis Drake en su dedicatoria al relato sobre el
descubrimiento de Newfounland de George Peckam. Ralegh se extasía ante una
Guayana en la cual rocas y montañas son “tan brillantes que parecen maravillosamente
ricas”. Lawrence Keymis augura el pillaje sobre ella proclamando en
latín macarrónico que “Esta tierra/ oro y gemas tiene como hierba”.
Gage se inspira reseñando que en un sólo día llegan a Portobelo más de
doscientas mulas cargadas de plata. Escasamente discurre el intelecto
filibustero sobre cosa distinta del reparto de tajadas. Difícilmente lo
conmueve emoción diferente del temor de perderlas.
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En cambio se escapa a sus víctimas
alguna frase a la que el dolor hace feliz, o da apariencia de tal. Cristóbal
Colón, tras huir de una flota de corsarios que lo acecha en el Cabo de San Vicente, discierne hace medio
milenio en Paria “señales certísimas de Paraíso”. En 1628 libra Diego Fernández
de Serpa contra el corsario monsieur Rondon la primera batalla naval en aguas
de Cubagua e inspira a Pedro de la Cadena el primer poema de tema venezolano: “Y
assi le hizo señal que se rindiese/ y como nunca quiso, se afrontaron/ con
crudo rompimiento las dos naves”.
También registra en forma poética
y erótica el profuso Juan de Castellanos
las violencias sacrílegas de Jacques Sore contra los margariteños en 1567: “Veréis
aquí y allí lucir espadas/ de parte vencedores y vencidos/ vereis salir señoras
destocadas/ y muchas sin reparo de vestidos”. Y Lope de Vega, que ha
perdido un hermano en el desastre de la Invencible Armada, celebra la muerte de
Drake con una Dragontea que parece proclama de comité de luto activo: “¡Qué
bien te llorarán los peces mudos!/ que roen en el fondo tu litera/ al lastre
mismo de tus tablas presos/ para gustar tus miserables huesos”.
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No soy más que polvo, garrapatea
Ralegh, y respira hondo para recitar claramente el acto final. Pide al verdugo
que le muestre el filo, lo declara aguda medicina que cura todos los males.
Declina la venda, pues si no teme al hierro, menos ha de temer su sombra.
Rechaza consejo sobre cómo colocar la cabeza, pues poco importa la posición, si
la voluntad es certera. ¿Espera aplausos? Quizá lo alivia el telón del hachazo.
Ha representado de manera elegante el paradigma de una civilización dedicada a
la inmolación planetaria en nombre de los supremos intereses del Yo: a la
utopía de construir un destino perfecto a costa de todos los demás. Lo ha
encarnado con brillantez, pero en abrumadora soledad, pues es un papel que
exige reducir todos los espectadores a víctimas. La primera su primogénito Watt, muerto de un alabardazo
en el inútil ataque a Santo Tomé de Guayana. La segunda su amigo Lawrence
Keymis, quien se suicida ante la deshonra de no haber podido hacer rico a su
camarada. Luego las legiones de los degollados, de los ahogados, de los
sacrificados a una prepotencia que consideraba indispensables zapatos enjoyados
que costaban quinientas libras. De mil monstruos que han devorado al mundo en
nombre del capital, sólo Ralegh le ha devuelto en pago un verso hermoso. Si
puedes vivir sin necesidades, deja escrito en la última carta a su
esposa, no te aflijas por nada más, pues el resto es vanidad.
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Dos días después de la ejecución
arranca en Europa el Halloween, cristianizado como Día de los Muertos. Para los
diezmados caribes es el Akatokon
kuriicharo, el día de Ioroska, el Señor de la Muerte, el amo de la más
poderosa familia de la tierra. Al mismo tiempo se encienden los tambores de la
Pascua Negra en toda la costa que William Hawkins, el cómplice de Ralegh,
sembró de africanos secuestrados., y durante el vértigo de la orgía sagrada los
siglos de la esclavitud y la codicia y la autoridad no son más que un sueño o
un mal recuerdo. Los opresores y sus
adulantes son apenas ceniza. La vida
vuelve a ser Utopía, que es no tener más que amigos, o enemigos a los que se
pueda respetar como a amigos. No somos
más que polvo. Quevedo o la Utopía corrigen: polvo serán, mas polvo enamorado.
Renace la fiesta, el estado natural del hombre
antes del pirata.
