viernes, 27 de noviembre de 2020

LA ESCALADA DE TUCÍDIDES: HACIA LA TRIPOLARIDAD


 

 

LUIS BRITTO GARCÍA

Los particulares desconocemos nuestros pequeños destinos; los actuarios calculan los de los grupos sociales; los estrategas anticipan  los de Estados, Naciones, Imperios.

La disputa por la hegemonía mundial parece centrarse hoy en día entre tres grandes potencias, cuya preeminencia fue anticipada por algunas mentes sagaces.

En su clásico libro La Democracia en América (1835) Alexis de Tocqueville  profetiza que en dos siglos, sólo habría dos potencias en el mundo: Estados Unidos y Rusia.

Poco antes, Napoleón señaló que China era un gigante dormido, y que cuando el gigante despertara, el mundo se estremecería.

Los colosos que compiten por la hegemonía mundial comparten varias características: extenso territorio, vastas poblaciones, un pasado de reorganización revolucionaria.

La dinastía Ching unificó lo que hoy es China entre  230 y 212 A.C. El Imperio ruso fue consolidado por Iván el Terrible en el siglo XVI.

Estados Unidos surge, aunque parezca contradictorio, de una reorganización para entonces revolucionaria que desde 1783 abrió las puertas a  la modernidad. Su Guerra de Independencia desechó las arcaicas constricciones de la monarquía hereditaria semifeudal inglesa, cediendo el paso al ideal republicano que a su vez sirvió de coto de caza de una naciente burguesía agrícola e industrial.

Rusia y China también requirieron drásticas reorganizaciones  internas para ascender a potencias modernas: revoluciones socialistas que barrieron los antiguos feudalismos y los capitalismos externos o internos, para asignar al Estado el papel rector en la economía. Gracias a ellas, en décadas, y no en siglos, pudieron medirse con  las antiguas hegemonías europeas y superarlas.

A potencia mundial se llega unificando e integrando vastas poblaciones y territorios y  modernizándose con  reformas revolucionarias.

En su clásico  Dos contra uno: Teoría de las Coaliciones en las Tríadas (1956), Theodor Kaplow señala que entre competidores de primer, segundo y tercer orden, la alianza más probable unirá a la de primer orden con la de tercer rango, pues nadie quiere un aliado inmanejable.

Las décadas siguientes  confirmaron sus presunciones: Estados Unidos, para entonces primera potencia mundial, en 1971  pactó un transitorio armisticio con  China, en esos días tercera potencia del mundo, para concentrarse en la Guerra Fría que la llevó a desintegrar a la Unión Soviética, derribándola de su pedestal de segundo poder planetario.

Así surgió el orden contemporáneo, en el cual Estados Unidos pretende a sangre, fuego y sanciones económicas e imponer su voluntad contra el resto del orbe ejerciendo la unipolaridad. 

En su indispensable libro La escalada de Tucídides: hacia la Tripolaridad, el general Vladimir Padrino López analiza la creciente tensión entre las mencionadas potencias  y su inevitable evolución hacia un mundo multipolar.

Señala Padrino que el objetivo final del conflicto lo definía Herfold Mckinder en su obra Democratic´s Ideas and Reality (1919) expresando que “quien gobierne en Europa del Este dominará el Earthland (Asia y Europa Central), quien gobierne el Earthland dominará la Isla Mundial (Eurasia y África), quien gobierne la Isla Mundial controlará el mundo”.

Para el control de la Isla Mundial, China y Rusia disfrutan de incontestables ventajas: no tienen que invadirla, están ya instaladas en ella. La lucha se centra entonces en las periferias tanto terrestres como marítimas. Ello explica la frenética carrera de Estados Unidos por intervenirlas, mantener en ellas dispendiosas guerras e instalarles más de setecientas bases militares extremadamente alejadas de sus fronteras nacionales.

Para tal política Estados Unidos disfruta de accesos amplios  hacia dos grandes océanos, el Atlántico y el Pacífico, conectados por el canal de Panamá, y rodea los mares de Asia a través de alianzas con Australia, Japón y Taiwan.

Para equilibrar la situación las potencias asiáticas deben vencer sus limitaciones navales. Rusia dispone de difíciles accesos marítimos por el mar congelado del Ártico y los estrechos del Báltico, pero ha desarrollado la que es quizá la fuerza aérea y la cohetería más eficaz del mundo. China goza de amplias costas, pero bloqueables por el estrecho de Malaca. Vladimir Padrino López nos revela que compensó ese incómodo cerco desarrollando lo que es hoy la más poderosa flota naval del planeta.

Pero las guerras contemporáneas no se libran sólo con tanques, acorazados y aeroplanos. Se juegan en el plano económico de la producción, el avance tecnológico y el mercado; en el ideológico del dominio de la información,  el diplomático de las alianzas y el invisible del sabotaje y el espionaje.

En este sentido, señala Vladimir Padrino que China es la segunda potencia del mundo. Es la misma posición que con modestia ejemplar se reconocían los miembros de su Comité Central del Partido Comunista cuando me invitaron a un seminario en Beijing y Shangai.   Pero desde  octubre de 2014 el Fondo Monetario Internacional reconoció que la República Popular China era la primera economía del mundo,  con un PIB de 17,6 billones de dólares, que superaba los  17,4 billones del de Estados Unidos. La deuda pública de este último sobrepasa su PIB, mientras que la China apenas llega al 4% de su propio PIB. China lleva la delantera en las tecnologías 5G, 6G e Inteligencia artificial. Si seguimos el modelo de Kaplow, es fácil prever una victoriosa alianza entre China y Rusia contra la potencia que ahora ocupa el segundo lugar, Estados Unidos.

Al concluir el perspicaz estudio de Vladimir Padrino López nos preguntamos: ¿Cómo manejarnos ante este inminente choque de poderes mundiales? Recordemos  que todas las revoluciones  surgieron o se afianzaron en los resquicios de conflictos entre potencias. Así aparecieron la Revolución Francesa, la Soviética, la China, la Cubana, la Descolonización, el Socialismo del Tercer Milenio.

Integremos  territorios y poblaciones latinoamericanas y caribeñas, reorganicémonos en un gran bloque socialista. 

Ascendamos de  instrumentos a protagonistas.   

 

TEXTO/FOTO: LUIS BRITTO

 

 

EN ESTA FILVEN, POR FIN

 ABRAPALABRA 

EN BIBLIOTECA AYACUCHO

ABRAPALABRA de  LUIS BRITTO GARCÍA

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Prólogo, selección, cronología y bilbiografía: Catalina Gaspar

Luis Britto García publica la novela Abrapalabra, con la que obtiene en 1979 el Premio Casa de las Américas, y el Premio Municipal de Literatura en 1980. Abrapalabra es no solo una propuesta fundacional en el corpus literario venezolano y latinoamericano, sino también una obra mayor, que pertenece, sin duda alguna, a la constelación de novelas latinoamericanas que Ángel Rama denominó “catedrales narrativas”, tales como, entre otras, Rayuela, Cien años de soledad, La casa verde, Gran Sertón Veredas, Yo el supremo, El obsceno pájaro de la noche, Terra Nostra y Los detectives salvajes. Su riqueza y complejidad exceden cualquier clasificación, porque ella es simultáneamente “nueva novela histórica”, “novela total”, neobarroca, filosófica, testimonial, utópica, experimental, de lenguaje, metaficcional. De ahí que encontremos en las palabras de Salvador Garmendia las nuestras cuando afirma que Abrapalabra es “Una proeza literaria”: “Nunca la literatura venezolana se había propuesto un programa de esas dimensiones ni el lenguaje había aceptado un reto tan crucial, tan definitivo como el que se plantea en cada página, en cada renglón de esta novela sin límites, sin principio y sin fin. (…) Una y mil novelas enfrentadas, paralelas, simultáneas, proyectadas hasta el infinito».

Catalina Gaspar

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DIRECCIÓN: Román Chalbaud GUIÓN: Luis Britto García

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EL PROYECTO SECRETO DE CONSTITUCIÓN, con comentarios de Luis Britto García

 

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PARLAMENTARIAS 2020

 

 

 

Luis Britto García

El sistema electoral venezolano es, según declaró Jimmy Carter, quizá el más perfecto del mundo.

Casi no hay año en que no  se efectúe por lo menos una justa electoral. Desde 1998  hasta la fecha, van 25 consultas populares.

Es un sistema automatizado y diáfano. Opera ante testigos de todas las tendencias y observadores o más bien acompañantes del exterior.

Los resultados son instantáneos, sin las bochornosas esperas de otros países,  incubadoras de conjeturas y autoproclamaciones.

El sistema no está arreglado por el gobierno. Éste ha sufrido duras derrotas: en un referendo constitucional, en elecciones para autoridades de importantes estados como el Zulia, o como Miranda, que abarca casi la mitad de la ciudad capital, o en las de la Asamblea Nacional Legislativa de 2015.

Un sistema tramposo no hubiera revelado estas derrotas; un gobierno cómplice no las hubiera aceptado en forma inmediata.

La oposición ha alegado fraude en todas las elecciones que perdió; nunca ha aportado pruebas. La actual Asamblea Nacional Legislativa fue electa  por el mismo sistema electoral que cuestionan­; de ser éste fraudulento, sus designaciones serían también ilegítimas.

Este sistema electoral que juzgo confiable ha verificado las victorias electorales del bolivarianismo y sus aliados; pero también ha proclamado los triunfos de la oposición.

Ésta lo ha probado todo sin resultados: del golpe de Estado al sabotaje petrolero; de la oleada terrorista al intento de magnicidio, del linchamiento mediático a la conjura internacional, pasando por la invasión paramilitar y el montaje de gobiernos paralelos elegidos por nadie.

Lo único que  ha reportado resultados a los opositores ha sido el sistema electoral al cual deben sus cargos representativos y la consagración electoral de sus liderazgos los mismos que lo denuncian y lo adversan.

 

Hasta la oposición más radical reconoce implícitamente y a regañadientes la validez de estos resultados, como lo evidencia la instantánea extinción de terrorismo de calle y gamberrismo guarimbero en cuanto el CNE anunció en 2017 que 8.089.320 venezolanos habían votado por la Asamblea Nacional Constituyente.

Miles de argumentos se pueden alegar contra  la voluntad popular así manifestada; mientras se adhiera formalmente al sistema democrático, cabe respetarla.

Reconocer sólo las elecciones que se ganan es  fraudulento. Lleva a una confrontación en el terreno de los hechos cuyos resultados hay que medir antes de emprenderla.

En más de una oportunidad el bolivarianismo y sus aliados han dispuesto de abrumadoras mayorías que les hubieran permitido imponerse dejando de lado la consulta popular sistemática. Nunca han cedido a la tentación de eliminar gracias a ellas a los restantes actores del juego político.

La vía electoral ha sido y es la única por la cual la oposición llegó y puede llegar a ocupar posiciones. No sólo han fallado todos y cada uno de sus intentos de asaltar el poder por la vía de los hechos: de obtenerlo en tal forma, tampoco le sería posible mantenerlo.

Quien no haya aprendido la lección del 13 de febrero de 2002 es incapaz de aprender y por tanto de manejarse en política. Cualquier nueva tentativa violenta  podría ser repelida por una violencia proporcional e irresistible, lo cual no ha sucedido pero podría  suceder.

 El único camino hacia un poder opositor estable es la legitimación electoral en los mismos términos que la del bolivarianismo. Lo que significa hacerlo sin designar a la OEA o al Comando Sur como Gran Elector y supremo árbitro de los resultados. Este último procedimiento  fue probado en Venezuela en 2002 y en Bolivia en 2019 y ya hemos visto lo que resultó.

Ensayemos todavía otra hipótesis. Los masivos respaldos electorales al progresismo quizá sean asimismo el escudo que ha impedido que en Venezuela lloviznen bombas como en Irak o Libia. El potencial veto de Rusia y China en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas puede tener algún valor, pero ese apoyo no se manifestó para impedir el interminable holocausto de los pueblos irakí, libio y sirio.

Por más que nuestros enemigos foráneos finjan descreer de nuestros comicios, jamás se han atrevido a desmentirlos por la violencia frontal y descarada. Se han limitado a tentativas patéticas de tirar la piedra y esconder la mano, paradas ridículas, ofensivas de chismes,  malandrerías de guapos de barrio, globos de ensayo reventados antes de ascender.  El adversario sabe que una agresión abierta encontraría una resistencia mayoritaria, dura y sistemática, lo que hasta ahora lo ha confinado en el corralito de la amenaza y la bravata.

 Sólo hay una manera de que el sistema electoral venezolano no exprese la voluntad del pueblo: la abstención. Ante un electorado ausente,  minorías de uno u otro signo ascenderían al poder, dejando abiertas insolubles incógnitas sobre la legitimación de los favorecidos por los sufragios y sus efectivos recursos para gobernar.

 

Por hablar desde el punto de vista del progresismo, las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015 no fueron decididas por la oposición, cuyo caudal de votos sólo aumentó en un moderado 4%, sino por bolivarianos que se abstuvieron, por desidia, por cansancio ante los sacrificios impuestos por el bloqueo, quizá por protesta ante algunos escándalos de corrupción impune o las fantochadas de diputados que se fingieron bolivarianos para legislar como neoliberales. Todavía lo estamos pagando.

Se dice que quien calla otorga. De ninguna manera este silencio abstencionista fue traducible como licencia para el latrocinio de los bienes de Venezuela en el exterior; el sistemático sabotaje de la economía, el criminal bloqueo de suministros de alimentos, medicinas y repuestos para mantener los servicios públicos, la asfixia económica, financiera y sanitaria; la aclamación de un falso presidente elegido por nadie y votado por ninguno, la incursión de la Planta Insolente del Mercenario Extranjero en el suelo sagrado de la Patria.

La abstención castigo autocastiga. No lleva a nada a bolivarianos ni a opositores.

Votemos. 

FOTO/TEXTO: LUIS BRITTO