Luis Britto García
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A nuestras espaldas, casi sin que lo sepamos, se compila la más extensa biblioteca jamás
soñada. Contiene todos los conocimientos de la tierra; abarca la biografía de
todos los prójimos sin omitir sus más triviales actos, registra la totalidad de
los sitios del planeta con sus componentes y disponibilidades. Leerla no sólo
rebasaría una vida: requeriría más de un millón de ellas pues crece a mayor
velocidad que las existencias que registra. A diferencia de nuestras precarias
mentes, no olvida.
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Las primeras bibliotecas fueron trazadas en las paredes de cavernas como las
de Altamira, Laxcaux, Chauvet, Leang Tedongnge.
Sus páginas pétreas conservan vivaces imágenes de las bestias cuya persecución ocupaba los
días de nuestros ancestros cazadores. De éstos apenas figura la silueta de las
manos, marcada con colorante escupido. Mientras la anatomía de presas y
fieras es minuciosamente detallada y estilizada, los humanos son
emblematizados con escuetos trazos que esquematizan y apenas sugieren piernas,
brazos, torsos, cabezas. Ya no se trata de retratos, sino de ideogramas,
signos, escrituras, del primer paso de
la conversión de sensaciones en ideas. Nuestros petroglifos, trazados a sol
abierto, en su mayoría no son figurativos. Quizá son las páginas iniciales de
una escritura de la cual hemos perdido
las claves.
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Las primeras bibliotecas fueron grandes edificios de piedra, visibles para
todos y legibles para quien supiera interpretar el alfabeto de la monumentalidad
o más bien la prepotencia. Stonehenge fue un desmesurado breviario para medir
los cielos. El templo, el monumento y el
palacio fueron los tomos del discurso del poder; la distribución del espacio en
las calles y los hogares las páginas del
libro social. En otro sitio he demostrado que la ciudad es una escritura, mediante
la cual podemos descifrar la gramática de la vida.
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Siendo inexplicables el razonamiento y el habla que
distinguen al ser humano, se los atribuyó a los dioses, y se consideró que toda
escritura era voz de la divinidad. Los primeros libros fueron todos sacros,
inspirados por el Supremo Autor. Sus páginas cimentaron naciones, sus intérpretes devinieron castas mediadoras
entre los poderes y los gobernados: escribas, mandarines, sacerdotes,
intelectuales.
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Hace décadas, cuando
se planteó legislar sobre los registros que los poderes llevan de sus
ciudadanos, sugerí que sólo debían inscribirse en ellos los datos requeridos por la Ley; que
debían ser accesibles nada más que para los ciudadanos a los cuales se refería
la información y para las autoridades competentes sobre la materia, y que los afectados
debían gozar del derecho de corregir o eliminar cualesquiera datos erróneos o
no pertinentes. La norma respectiva acogió dichas sugerencias.
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Sin embargo, al margen de ella han crecido registros
informáticos públicos y privados que recogen todo tipo de datos sin
conocimiento de los interesados y sin que éstos puedan verificar ni corregir equivocaciones.
La biblioteca titánica de La Red compila constantemente un archivo sobre nuestras
predilecciones, rechazos, relaciones, enfermedades, bienes, odios, afectos, militancias, hábitos de consumo,
entretenimientos, creencias, valores, actitudes y conductas. Entregamos dicha información al emitir
mensajes, transferir pagos, elegir mercancías, preferir o rechazar contenidos,
contestar ingenuamente encuestas o supuestos tests de personalidad, aceptar cookies o espías informáticos que
delatan cuanto consignamos a los ordenadores o de ellos recibimos. Información
es poder.
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Entregamos estos torrentes de datos a través de los cuales
se sabe sobre nosotros todo a sistemas sobre los cuales no sabemos nada. Edward
Snowden reveló en su libro Vigilancia
permanente, de 2019, que Estados Unidos tenía acceso a todos los sistemas
informáticos del planeta, que espiaba
más celulares en el propio país que en el exterior. Todo dato que confiamos a un ordenador es
guardado en “nubes” que fertilizan receptores privilegiados. Así germinan una
Psicología, una Sociología y una Política de las profundidades, accesible sólo
a los grandes poderes, que mediante ellas ganan elecciones, mercados o guerras.
Ignoramos quienes recogen estas cosechas de datos, cómo las procesan, de qué
manera las interpretan, cómo corregir sus errores, a cuáles conclusiones
arriban ni cómo las utilizarán en contra nuestra. Desinformación es poder.
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Esta desmesurada biblioteca suspende el ánimo tanto por su
extensión titánica como su inaccesible secreto y su aparente inmunidad al
olvido. Sin embargo, una escritura en el muro amenaza el festín de Baltazar. La
obsolescencia tecnológica inhabilita progresivamente la legibilidad de los
registros. No podemos ya leer sin complicados traductores lenguajes obsoletos como
el Fortram, el Kobol, el Python, el Perl. Tampoco las arcaicas tarjetas perforadas, los blandos
discos de cuatro pulgadas y media, los de tres y media, los de doce. Todos esos
medios además son frágiles, y la información puede desvanecerse de ellos sin
causa aparente. Los pergaminos de la antigüedad clásica han sido restaurados
para leer sus inscripciones originarias; en vano he buscado información definitiva
sobre la probable perduración de los registros informáticos. Leí alguna vez que
es de poco más de tres años para discos
de tres y media; de cinco para un disco duro; de apenas doce para discos de doce pulgadas bañados en oro.
He rescatado registros de medios más viejos que los indicados, pero cada vez
que pienso en una universal pérdida de
datos tiemblo. También, el pulso electromagnético de un solo artefacto nuclear
en la estratósfera podría borrar todos los registros informáticos de un país.
Nuestro conocimiento del mundo podría desvanecerse instantes antes que éste.
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Esta biblioteca podría progresar de la capacidad de almacenar información a la facultad de interpretarla que llamamos conciencia. Es posible que la biblioteca devore al mundo que representa. En Rajatabla (1971) imaginé un computador dotado de instinto de conservación que suplantaría a sus creadores. En Abrapalabra (1981) imaginé dos posibilidades para ello: Gnosos aplicaría toda la materia del cosmos para registrar el conocimiento sobre éste; Cataclix intentaría reventarla para sacudir el vacío, crear más materia y antimateria y con ellas instaurar un universo más complejo que el presente. No revelo el espantoso plan que culmina la inteligencia artificial en mi última novela, F@Z, por temor de que se cumpla.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.