sábado, 22 de marzo de 2014

POSITIVISMO, NATURALISMO, MODERNISMO


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Ninguna narrativa surge del vacío. Brota de dos sustratos: uno  infraestructural, la realidad del medio al cual se refiere, y otro   superestructural, los criterios de interpretación que se aplican a los datos percibidos en ese medio.
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Algunas obras fundamentales del positivismo sociológico, como la Historia Constitucional de Venezuela (1909) de Gil Fortoul y Cesarismo Democrático (1919) de Laureano Vallenilla Lanz empiezan a imponer el paradigma  durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, y  sirven a éste de plataforma ideológica para justificar su autocracia y descalificar a los partidos tradicionales liberal y conservador. Casi todos los pensadores positivistas colaboraron activamente con la dictadura de  Gómez, ocuparon en ella cargos de alta responsabilidad, y dirigieron medios de difusión en los cuales se hacía una permanente apología cientificista del régimen.
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El positivismo plantea una serie de polaridades entre pensamiento “positivo”, científica y objetivamente verificado, y pensamiento “no positivo”, supersticioso o carente de fundamento. Entre “Civilización”  europea y “Barbarie” americana.  Entre eurocentrismo y nacionalismo. Entre una deseada inmigración europea, a la que se suponía genética y culturalmente superior, y un pueblo venezolano al cual se tachaba de “inferior” por heredar las taras atávicas de sus antepasados indígenas, africanos y españoles. Entre este pueblo “degenerado” y el Gendarme Necesario, el caudillo que debía dominarlo por la maña y la fuerza, abriendo paso así a las migraciones y los capitales europeos. Veamos, por ejemplo, como Pedro M. Arcaya, incurre en esta recurrente explicación por rasgos "atávicos", o "étnicos". En sus Estudios de Sociología Venezolana, afirma que "Páez por su raza, mezcla de elementos blancos e indígenas, estaba en las mismas condiciones étnicas de la inmensa mayoría del pueblo venezolano" ya que "instintos  guerreros heredaba de uno y otro de sus factores". Del componente indígena le venía "lo que a la generalidad de los soldados venezolanos: la nostalgia inconsciente de la vida nómade, el instinto de vagar por los bosques en esas pequeñas partidas que llamamos guerrillas y que no son en el fondo sino la resurrección de las hordas atávicas". Hay en él, por tanto, "el deseo atávico de la guerra, la necesidad innata de la actividad tumultuosa de lo campamentos". Actuó la guerra "removiendo en aquellos hombres el sedimento hereditario de sus instintos combativos que ha removido también el fondo étnico de su espíritu", y "removió la necesidad psíquica de someterse a un jefe, de obedecerlo ciegamente como antaño, en la época precolombina, se obedecía a un régulo o un cacique". Añade, más adelante, que en el pueblo venezolano "gravita aún, con peso enorme, la herencia psíquica de las tribus bárbaras de las que descendemos". Ya que  "en el fondo inconsciente del alma popular, como estrato hereditario de ese multisecular proceso psíquico de la sumisión de los hombres a un semejante suyo, ha quedado la sugestionabilidad, el fácil sometimiento voluntario en apariencia determinado en realidad por las remotas causas explicadas, al querer de un jefe" (ARCAYA, PEDRO M.: Estudios de Sociología Venezolana; Editorial Cecilio Acosta, Caracas 1941, pp. 11-13).         
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El cientificismo positivista se refleja cabalmente en el estilo y las temáticas del naturalismo literario venezolano de Manuel Vicente Romerogarcía,  Manuel Vicente Urbaneja Achelpohl, Miguel Pardo y Teresa de la Parra. José Rafael Pocaterra participa del naturalismo aunque es acérrimo enemigo del gomecismo y de sus intelectuales. La obra de los naturalistas positivistas se caracteriza, ante todo, por el “realismo”, que pretendía pasar por fiel reproducción de la verdad. Luego, por el telurismo, por la insistente descripción de paisajes rurales por autores en su mayoría citadinos. Además, por una presentación peyorativa del pueblo, al cual se describe esencialmente por sus carencias y atrasos. Por la creación de personajes símbolos, que representan en forma casi unilateral modos de vida, regiones, clases sociales. Y en contraste, por la presencia de personajes que intentan implantar proyectos de modernización agraria o civil en dura lucha con el atraso y la indiferencia.
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El ideario positivista también influye en la escuela literaria modernista. La mayoría de los modernistas son asimismo positivistas: en la base de su pensamiento están el laicismo, el escepticismo, el hedonismo, un vitalismo mezclado a veces con cierta complacencia en el pesimismo y en la decadencia, y la convicción de que el atraso y la fealdad del mundo americano deben ser corregidas mediante formas estetizantes derivadas de la cultura europea o de un vago cosmopolitismo visto a través del cristal de aquella. En el plano estético, estas convicciones se manifiestan mediante un extremo sensorialismo (después de todo, para el positivista el único origen del conocimiento es la sensación); en un gusto por el ritmo tanto en el verso como en la prosa (todo ritmo expresa vitalismo) y en un continuo empleo de alusiones y comparaciones foráneas para prestigiar la descripción de lo americano. Son  positivistas Manuel Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fombona y Pedro Emilio Coll y, en los momentos más vigorosos de su prosa, Rómulo Gallegos. Es modernista Enrique Bernardo Núñez, aunque denuncia a los teóricos positivistas y descree de sus proyectos modernizantes.
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El positivismo venezolano no muere con sus epígonos literarios. Persiste en los planes inmigratorios de Alberto Adriani, Rómulo Betancourt y Marcos Pérez Jiménez, que traían europeos para “blanquear” el país y excluían asiáticos y afrodescendientes. Resucita en los episodios dictatoriales de Pérez Jiménez y Carmona Estanga; en el aterido racismo y elitismo de nuestra derecha, en su pavor y desprecio hacia el pueblo. Una ideología que caducó en el siglo XIX todavía pretende regir nuestro siglo XXI. Lo viejo no termina de morir para dar paso a lo nuevo.
(TEXTO/FOTO: LUIS BRITTO)

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