Luis Britto García
Cruentas fueron las batallas de América Latina y el Caribe por su independencia y soberanía. Según estimación del Libertador Simón Bolívar, costaron arriba de la tercera parte de la población.
Durante el siglo XIX,
el injusto orden oligárquico heredado de la Colonia propició numerosas guerras
civiles. Pero fuera de las gestas independentistas, en nuestra región han sido
escasos los conflictos internacionales, en su mayoría incoados por intereses
financieros extraños a Nuestra América.
Para manifestar su vocación pacífica, los
gobiernos de América Latina y el Caribe suscribieron en México el 14 de
febrero de 1967 el “Tratado de Tlatelolco”, que prohíbe el desarrollo,
almacenamiento o empleo de armas nucleares en la región y restringe la energía
atómica para usos pacíficos. De hecho, el acuerdo reserva el uso de tales
artefactos a la única potencia del hemisferio que los posee en el hemisferio,
Estados Unidos.
En el mismo sentido, el 29 de enero de 2014 los
mandatarios de los 33 países de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) suscribieron en la
Habana la “Proclama de América Latina y el Caribe como Zona de Paz”, en la
cual afirman “nuestro compromiso de que
en América Latina y el Caribe se consolide una zona de paz, en la cual las
diferencias entre las naciones se resuelvan de forma pacífica, por la vía del
diálogo y la negociación u otras formas de solución, y en plena consonancia con
el derecho internacional”. Lo ratificaron Antigua
y Barbuda, Argentina, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa
Rica, Cuba, Dominica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Granada,
Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, San
Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Surinam,
Trinidad y Tobago, Uruguay y Venezuela.
En contraste con esta constante, firme y
explícita vocación por la paz de los pueblos latinoamericanos y caribeños, a
partir de 1817 Estados Unidos perpetra más de medio centenar de intervenciones
armadas en Nuestra América, algunas seguidas de vastos despojos, como la que en
en 1848 arrebató a México más de la mitad de su territorio, la que en 1899 interfirió
en la Independencia de Cuba y anexó a Puerto Rico, la que en 1904 apropió la
zona del Canal de Panamá.
En virtud de ello, dos siglos después de la batalla de Ayacucho
encontramos buena parte de Nuestra América en parte militarmente ocupada de nuevo por
tropas extrañas a la región. Sólo que estas milicias no han libraron batallas
para instalar sus enclaves en los que fueron territorios independientes: en la
mayoría de los casos las ocuparon con el consentimiento de gobiernos apátridas.
Estados Unidos, que dispone de unas 6.000 bases militares en
su territorio y unas 800 en el resto del mundo, cuenta actualmente con unas 76
bases militares en territorio de Nuestra América: casi el doble del número de
países de la región.
Demasiado extenso sería mencionar todos estos enclaves. En Argentina hay un territorio ocupado por Estados Unidos
en Tolhuin, Tierra del Fuego, una base en Resistencia, Provincia del Chaco: avanza la instalación de otra en Neuquén, y otra en
Vaca Muerta, cerca de importantes yacimientos petrolíferos. El nuevo gobierno
neoliberal seguramente autorizará de manera expedita otros enclaves. Chile
soporta uno cerca de Valparaíso. En Colombia 9 bases militares estadounidenses
interfieren gravemente en los asuntos internos: de hecho, cada aeropuerto
colombiano es un bastión que aloja, abastece y repara aeronaves bélicas
norteñas. En Cuba permanece el enclave de Guantánamo, a pesar de la acérrima
oposición de pueblo y autoridades. El gobierno de Rafael Correa libró a Ecuador
de la Base de Manta: el neoliberal Noboa cedió para el mismo uso las Islas Galápagos,
con mortal daño para la ecología del archipiélago, y admitió una invasión de
tropas estadounidenses con el pretexto del combate al hampa. Haití ha sido
repetida y prolongadamente ocupado por soldados norteños, con resultados
desastrosos. En Honduras, 3 bases militares participaron en el golpe contra
Mel Zelaya. En Panamá 12 bases prolongan la ocupación militar, a pesar de los
acuerdos Torrijos-Carter que reconocen la soberanía panameña sobre el Canal. Paraguay
soporta dos, que amenazan el Acuífero Guaraní y el Triángulo del Litio. En Perú
8 enclaves apoyan la represión de la dictadora Dina Boluarte. En Puerto Rico 12
bases mantienen por la fuerza la condición humillante de País Libre Asociado. A
las mencionadas se suman bases estadounidenses en Aruba, Curazao, Costa Rica y
el Salvador. A las cuales se añaden un número secreto e indefinido de
“cuasi-bases” que cooperan en tareas de espionaje, comunicación, intendencia y
en general injerencia en los asuntos locales.
También siembra sus enclaves en la región la Organización del Tratado
del Atlántico Norte (OTAN), brazo armado europeo de Estados Unidos. Dicha
alianza militar mantiene bases en las Malvinas, Belice, Guadalupe y Martinica. Argentina
es “Aliado Principal Extra-OTAN” desde 1997, Brasil desde 2019, Colombia es
“Socio Global de la OTAN” desde 2022. Tropas europeas custodian el Departamento
Ultramarino de Guayana.
Por la fuerza bruta o el
consentimiento de gobiernos apátridas, América Latina y el Caribe ha devenido
en la práctica una región militarmente ocupada.
Si en Venezuela llegara a
ocupar el poder la oposición neoliberal, su primer acto sería permitir la
instalación de una docena de bases militares extranjeras para garantizar al
Imperio el saqueo de nuestras riquezas.
Cuando hay dos gallos en un corral, uno está haciendo el papel de gallina. La simultánea presencia de fuerzas armadas extranjeras y nacionales en el mismo territorio implica un conflicto, una capitulación, o que las últimas servirán de carne de cañón para los intereses de las primeras.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.