Luis Britto García
Desde el inicio de los tiempos algunos
grupos sociales tratan de imponerse a otros para apoderarse de su territorio,
patrimonio y fuerza de trabajo aplicando una dialéctica contradictoria: todo lo
codiciable para los vencedores; servidumbre para los vencidos.
Esta asimetría rige todas las
expansiones históricas conocidas: las de los despotismos hidráulicos de la
antigüedad, la de la ateniense Confederación de Delos, la del Imperio
Macedónico de Alejandro, la del vasto conjunto de pueblos del Imperio de China,
la de los Imperios romano, español, británico y estadounidense, la de la
globalización contemporánea.
Cada expansión adoptó asimismo un
credo falsamente unificador que proclamara de manera simultánea universalidad y
desigualdad. Aplicó China para tal fin el confucianismo, la escritura
ideográfica y la meritocracia de los mandarines; Grecia el universalismo
estoico de la razón, Roma la ecumenicidad del estoicismo transfigurada en
cristianismo, el mahometismo la ecumenicidad del Islam (la Sumisión).
Todo intento de sojuzgar el mundo
bajo una autoridad única presupone la obligación de pensarlo con una sola
doctrina. “Por un concurso extraordinario de circunstancias, Dios ha puesto a
vuestra majestad en el camino de una monarquía universal”, susurró en 1530 el consejero
Mercurino de Gattinara al recién coronado Emperador Carlos V, de 19 años de
edad. Había empezado la sistemática invasión europea de América, del África y
del Asia, bajo la excusa del credo ecuménico de la cristiandad y la práctica
del pillaje.
Aunque emprendidas bajo
invocación de fuerzas sobrenaturales, la culminación de estas empresas se debió
a técnicas de estudio y manejo de la naturaleza como la metalurgia, la
astronomía, la navegación, el cálculo contable. Maquiavelo y luego los
economistas liberales predicaron la unificación de los cuerpos políticos y del
mundo bajo el principio de que la persecución del interés personal se
traduciría por sí misma en bienestar de
todos.
A cada oleada de dominación
colonial correspondió una doctrina globalizante. Las hecatombes imperiales modernas
se realizaron bajo invocación del Evangelio, las contemporáneas, en nombre de
la ciencia. En su Discurso sobre el
Espiritu Positivo (1844) Augusto Comte afirmó que las sociedades progresaban del
salvajismo a la barbarie y de ésta a la
civilización. La prédica implícita era que los civilizados rescatarían salvajes
y bárbaros de su deplorable estado, si era necesario por la fuerza, y
exigiéndoles a cambio apenas su libertad y sus bienes.
Con tal pretexto, en casi todo el
planeta el capitalismo fue desposeyendo progresivamente a sangre y fuego a los
trabajadores de sus medios de producción, reduciéndolos a la miseria del
salariado. Luego se transformó en imperialismo, al cual Lenin definió como “la
fase monopolista del capitalismo”. Ya a finales del siglo XIX, la
ineluctable concentración del capital
sustituyó la competencia por los
monopolios; fusionó el capital
bancario con el industrial en manos de una oligarquía financiera y condujo a la
exportación de capitales y al crecimiento de consorcios internacionales
que para repartirse el mundo promovieron
conflictos planetarios.
Así, en 1938, el Imperio
Británico dominaba la quinta parte de la superficie terráquea. Para 1945 unos 750 millones de personas, la
tercera parte de la población mundial, vivía en regiones bajo dominación
colonial. En 1955, en la Conferencia de Bandung, 120 países emancipados del
yugo colonial o en lucha por independizarse de él crearon el Movimiento de los
Países No Alineados, que albergaba el 55% de la población mundial y casi dos
tercios de los integrantes de la ONU.
Las pugnas entre los
imperialismos globales desataron devastadoras guerras mundiales, que a su vez
abrieron resquicios para las fuerzas renovadoras.
Como antítesis a la globalización
imperialista y monopolista, anarquistas, socialistas y comunistas habían
postulado una revolución que al extenderse por el mundo daría comienzo a la
verdadera historia de la humanidad. “Proletarios de todos los países, uníos”,
concluye el Manifiesto Comunista en
1848, apenas cuatro años después del Discurso
sobre el Espíritu Positivo. No es un llamado a una divinidad, una raza ni
un país, sino a una clase social mayoritaria a la cual debía pertenecer el
mundo.
En 1948, un siglo y dos Guerras Mundiales después del Manifiesto, gobiernos comunistas, socialistas o aliados de ellos dominaban el país más extenso del planeta, la Unión Soviética; el más poblado, la República Popular China; la mitad de Europa, y numerosos estados asiáticos, como Corea del Norte y Vietnam del Norte, Laos y Camboya.
La globalización comunista pareció señalar la dirección del progreso humano hasta que en 1991 las dirigencias de la Unión Soviética se hicieron capitalistas y la disolvieron en contra de la voluntad de su población, dejando libre la escena para un mundo entregado a las fuerzas de la creciente desigualdad, los monopolios que acaparan el mercado.
La meta de esas fuerzas había
sido ya señalada desde 1948, cuando el
equipo estadounidense de Planificación de Políticas de George F. Kennan afirmó
que: “Tenemos cerca del 50% de la riqueza del mundo pero sólo 6,3% de su
población… Nuestro objetivo real para el período venidero es diseñar un esquema
de relaciones que nos permita mantener esta disparidad”( Steger, Manfred; James,
Paul (2019). Globalization Matters: Engaging the
Global in Unsettled Times. Cambridge:
Cambridge University Press, p.22).
Desde entonces, el mundo dominado por la Alianza Atlántica de
Estados Unidos y la Unión Europea, por la OTAN, el G-7 y el G-20, aplicó como dogmas feroces las políticas “globales”
que finalmente cristalizarían en el llamado “Consenso de Washington”: reducción
de talla del Estado, privatización masiva de
bienes públicos, restricción o eliminación de políticas sociales de salud, educación y
bienestar; reducción o eliminación de impuestos al gran capital y paralelo
incremento de impuestos al consumo sobre los trabajadores; inmunidad tributaria
mediante Paraísos Fiscales y Fundaciones sin Fines de Lucro; erradicación del
proteccionismo a la producción nacional y la naturaleza; traslado de industrias
hacia países del Tercer Mundo con mano de obra pauperizada y sin derechos
laborales, sobredimensionamiento de la economía financiera especulativa sobre
la productiva.
Tales políticas arruinaron y
destronaron a la que fuera Primera Potencia del mundo y a sus aliados europeos.
Su Presidente Trump aplica ahora frenéticamente aranceles proteccionistas,
llamamientos a los capitales transnacionalizados para la inversión nacional, políticas
de intensificación de la producción petrolera y exclusión de mano de obra
extranjera, presiones para la compra por capitales nacionales de medios como TIK TOK, desmantelamiento de
organismos intervencionistas como la USAID o La Voz de América.
Todas las potencias del mundo se
han desarrollado gracias al proteccionismo. El Globalismo capitalista queda,
como siempre, para los perdedores.
A pesar de esta sucesión de
doctrinas ecuménicas y globalizadoras que pretendían desvanecer las diferencias
culturales entre los pueblos, es lo cierto que en el presente subsisten las
naciones: que muchos Estados como Francia, España, Italia o Alemania, la Unión
Soviética y los mismos Estados Unidos no pudieron borrar las especificidades y
diversidades culturales de sus poblaciones, y que tales sentimientos han sido
la base de la resistencia contra los imperios, como ocurrió en Corea, Vietnam,
Cuba, Argelia, Afganistán, Nicaragua e innumerables otros países de África,
Asia y América.
El género humano es una sola especie, pero su unificación global sólo podrá operar sobre la base de la igualdad y el respeto mutuo, y nunca bajo el signo de la opresión, el exterminio y el pillaje,
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.
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