LUIS BRITTO GARCÍA
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Como gran parte de las culturas
del llamado Modo de Producción Asiática, la de China se estructura por la
necesidad de grandes obras colectivas para aprovechar el curso de los grandes
ríos. China es el producto de la agregación de un conjunto de reinos que fue
unificado hace 2.240 años por el emperador Qin Shi Huang. No compartían un
idioma que les permitiera comunicarse. Suplieron
esta falta con la invención de la escritura de ideogramas. En cada una de las
provincias, “agua” se dice con una
palabra diferente, pero se escribe con el mismo kanji o ideograma. Para dominar esta compleja escritura de un
imperio complejísimo se amplió la educación y se creó un grupo de
administradores, los mandarines, seleccionados por exámenes sucesivos, que
aseguraron la continuidad de un proceso civilizatorio extendido durante
milenios.
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Como otros países asiáticos, China
se bastaba a sí misma. Después de la unificación de los llamados Reinos
Combatientes, no necesitaba crear imperios para saquear a otros países sus
productos, ni flotas para obligar a otros a comprar los suyos. Como en otros
tantos países del llamado Tercer Mundo, los acorazados artillados de Europa
desestabilizaron los modelos económicos y políticos. Los ingleses cañonearon y
ocuparon los puertos chinos entre 1840 y 1860
para obligarlos a comprar el opio que
producían en la colonizada India. El Celeste Imperio vio su territorio
desgajado en numerosos enclaves de las potencias europeas y estadounidenses, territorios
donde no regían ni sus leyes ni sus tribunales y se aprovechaba la infinitamente
barata mano de obra de la población local. Esta humillación nacional
deslegitimó al milenario gobierno imperial y suscitó reacciones nacionalistas:
la sublevación de los boxers en 1900, la creación de partidos modernos, como el
Kuomingtang en 1919, el Partido Comunista Chino el 23 de julio de 1921. Para
ese momento, China cumplía casi un siglo de entrega al capital extranjero de
áreas de su territorio, de sus recursos naturales, de su población sin derechos
laborales. De esta entrega no había obtenido ni desarrollo, ni progreso, ni
bienestar económico ni soberanía.
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Los comunistas debieron luchar
primero contra el entreguista Kuomintang; luego contra Japón, que invadía Manchuria compitiendo con los
capitalistas occidentales en el intento de controlar el territorio y los
recursos de China, y luego de nuevo
contra el Kuomingtan y sus aliados occidentales, hasta la victoria en 1949. Las nuevas dirigencias no eligen la vía de la
componenda ni la colaboración de clases. Imponen una Reforma Agraria total,
integral, radical, que pone bajo dominio del Estado la totalidad de la tierra.
Colocan bajo control social los grandes medios de producción, y asumen
proyectos públicos de desarrollo interno expresados en planes quinquenales que
les permiten expandir la educación e industrializar aceleradamente el país.
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Para el momento de la
Revolución, el capitalismo había convertido a China en el país más pobre de la
tierra. Su PIB per cápita era la mitad del promedio del de África y las tres
cuartas partes del de la India. En pocas décadas logra el comunismo resultados
espectaculares. Entre 1950 y 1980 el PIB anual aumenta de manera regular en
promedio 2,8%, el PIB per cápita se multiplica 17 veces, la expectativa de vida
pasa de 44 a 68 años; el
analfabetismo se reduce de 80 % a 16 %; gracias a los avances en agricultura y
medicina la población casi se duplica de 552 a 1.017 millones. China detona su primer artefacto
nuclear en 1964 y coloca en órbita su primer satélite en 1971. Gran parte de estas
conquistas se logran bajo un duro bloqueo, que apenas empieza a disminuir con
el tardío ingreso en la ONU en 1971 y la
suspensión del embargo comercial por Estados Unidos en 1972.
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En 2014 el FMI reconoció que
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No es cuestión de poca monta determinar en qué forma en apenas setenta años el país más pobre del planeta se convirtió en su primera potencia. En realidad, en China hemos visto la histórica confrontación de dos modelos. Entre 1840 y 1949, el capitalismo imperialista transnacional se repartió zonas de su territorio, explotó ilimitadamente sus recursos y su mano de obra, y redujo a China a la más abyecta miseria y subordinación. Desde 1949, la sociedad y el Estado chinos asumieron la propiedad social y la soberana administración de sus recursos, con los resultados que nadie se atreve a negar. Los viudos de la hegemonía estadounidense argumentan que tras la muerte de Mao en 1976, Deng Xiao Ping habría abierto algunas ramas de la economía a la inversión capitalista, la cual habría operado una mágica prosperidad. Olvidan que, según Bruno Guigue, gran parte de esa inversión corresponde a la diáspora china, que “entre 1985 y 2005 poseía el 60 % de las inversiones acumuladas, frente al 25 % por los países occidentales y el 15 % por Singapur y Corea del Sur” (Le Grand Soir-Rebelión). Que, de acuerdo con la lista Fortune Global 500, “las 15 principales empresas chinas (sectores de energía, banca, telecomunicaciones o ferrocarriles) con mayores ingresos son de propiedad pública, al igual que todas las tierras”. Que según el banquero liberal Dominique de Rambures, «la economía china no es una economía de mercado ni una economía capitalista. Tampoco un capitalismo de Estado, porque en China es el propio mercado el que está controlado por el Estado» (La Chine, une transition à haut risque, Editions de l’Aube, 2016, p. 33).Tampoco explican por qué la magia capitalista no ha convertido en potencias a tantos países acribillados de maquilas desde 1947, tales como el Estado Libre Asociado de Puerto Rico, República Dominicana, Honduras, México. Es otro entre tantos misterios cuya solución dejo al lector.
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TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO
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