Discurso de aceptación del Doctorado Honoris Causa de
la Universidad Simón Bolívar
Luis Britto García
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Evitemos el mito según el cual la Ciencia aparece, adulta y armada como Palas Atenea de la cabeza
de Zeus, con el método de Francis Bacon basado
en la inducción y la experimentación, dirigido a descubrir las relaciones constantes que rigen
los fenómenos (Bacon: 1985). Tiene la Ciencia
su ontogénesis, su desarrollo embrionario desde la primera idea hasta la que
pudiera ser la última. Cada fase histórica está animada
por alguna provisoria certidumbre científica, a veces disfrazada de
mitología, que genera un modo de producción, y este una física,
una ética, una estética.
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La primitiva física que nos suponía centro del
universo sugirió un código moral que nos presentó como finalidad del cosmos y
una estética que nos replicó como su
ornamento. La física copernicana, que
nos destronó del centro del mundo se reflejó en
una ética que nos encadenó a las leyes causales de éste en forma de
evolucionismo, positivismo o materialismo histórico y una estética que nos
estudió y replicó con los instrumentos supuestamente científicos del
positivismo y el realismo.
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En el proceso de hacernos dioses descubrimos un mundo que escasamente nos refleja. El cosmos, al parecer, es finito y sin propósito. Tendría un comienzo en el tiempo y espera un fin; su espacio incomprensiblemente curvo determina que todo viaje hacia los límites termine en el comienzo. Nadie sabe si se expandirá indefinidamente o terminará comprimiéndose en un punto de densidad tal que dará origen a una nueva explosión y un universo nuevo. El orden causal que atisbó en él la ciencia newtoniana se ha desvanecido con el Principio de Indeterminación y la mecánica cuántica. Los Dioses acostumbraban atormentarnos con Decálogos y normas de conducta; ahora que somos pequeñísimos semidioses, no sabemos qué pautas extraer del cosmos ni qué sentido tiene nuestra presencia en él. A la materia inanimada no parece importarle nuestra presencia ni nuestra vanidosa aspiración de eternidad.
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Mientras tanto,
el árbol de la ciencia del Bien y del
Mal también da frutos podridos. El mecanicista Hobbes, tras describir al hombre
como autómata y a la Razón como máquina de sumar y restar
conclusiones, asimiló el Estado de Naturaleza a la Guerra de Todos contra Todos
(Hobbes, 1968). Si la naturaleza parecía
abominable campo de batalla donde
especies e individuos más aptos
eliminaban a los menos aptos, lo mismo debía pasar en los grupos sociales. El
darwinismo social de Herbert Spencer presentó
la división en castas y clases como inevitable resultado de la selección
natural; lo mismo intentaron en el plano económico el malthusianismo y el
liberalismo. El progreso científico sería el indetenible e inevitable dominio de los seres más
evolucionados sobre la naturaleza y las
sociedades menos avanzadas. Así fueron maquillados de cientifismo los más
abominables racismos, de civilizatorios los imperialismos más repugnantes.
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Al tiempo que destruía a la Naturaleza y a los pueblos más próximos a ella, desde fines
del siglo XIX el método científico derruyó cuantas certidumbres había creado en sus comienzos.
Ante su crítica dejaron de existir la objetividad del observador, el tiempo y
el espacio como categorías absolutas, la
causalidad como principio coordinador de las partículas subatómicas. A esta
física correspondió una ética que negó los “Grandes Relatos”, como llamó la postmodernidad a la Ética
misma, a la Filosofía, la Historia y la
Política. Para ser coherente, dicho rechazo debía asimismo anular el Mercado,
el Progreso tecnocientífico y el Desarrollo como metas absolutas. Su Estética fue
la de la relatividad y la incertidumbre: impresionismo, surrealismo, dadaísmo,
abstraccionismo, absurdo.
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En la Guerra de Todos contra Todos, Ciencia y
Tecnología presentan desarrollos contradictorios, sin ofrecernos instrumentos para comprenderlos ni
controlarlos:
Inabarcabilidad. Cuando Aristóteles, se reconocía como casi imposible
que una persona dominara todo el
conocimiento disponible en ese entonces. En la actualidad, no se puede ni
siquiera atisbar el que comprende una especialidad, y mucho menos la
vinculación de ésta con el universo de los saberes. Sólo sabemos que ignoramos lo
que conocemos. Urgen síntesis que integren las ramas del conocimiento científico
entre sí y con el Todo.
Irreversibilidad. Decía Nietzsche que el hombre es un puente tendido
sobre un abismo: peligrosa travesía, peligroso detenerse, peligroso volver
atrás. No se puede parar el avance del conocimiento científico, y mucho menos
revertirlo. Los pactos o moratorias en tal sentido siempre serán violados. Tan
imposible es retrogradar el progreso científico hasta la Edad de Piedra como
detenerlo, o dejarlo avanzar irresistiblemente en aras de lo que Oswald
Spengler denominó “cultura fáustica”: la idea de que toda fuerza ha de ser
utilizada hasta su agotamiento, todo poder hasta sus últimas consecuencias. Debemos
desarrollar pautas para aventurarnos
como ignorantes en lo desconocido.
Incontrolabilidad. El dominio del conocimiento no implica el de sus
aplicaciones. Investigar la Ciencia no
es dominar la técnica. Cada nuevo descubrimiento genera un efecto dominó, a
veces no sólo impredecible, sino también nefasto. En la civilización de la Guerra de Todos contra
Todos, herramientas de la ciencia y la tecnología contaminan las fuentes de la
vida, agotan energías no renovables, concentran la riqueza en un número
insignificante de manos, posibilitan
suplantar parcial o totalmente la humanidad por máquinas pensantes, propagar
plagas letales, incinerar mil veces el planeta.
PD: Están todas y todos invitados a la entrega de mi Doctorado Honoris Causa en el Paraninfo del Rectorado de la Universidad Simón Bolívar, el martes 30 de mayo a las 9 am.
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