martes, 31 de agosto de 2021

TUMBA DE IMPERIOS

  Luis Britto García


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Talibán,  estudiante de una escuela musulmana religiosa. Estudiemos lo que en Afganistán sucede y aprendamos de sus lecciones.

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Afganistán está situado  entre fronteras calientes con potencias políticamente distanciadas y a veces antagónicas: Irán, Turkmenistán,  China, Pakistán, Tadjikistán y Uzbekistan. Las dos últimas formaron parte de la Unión Soviética. En su peligrosa vecindad están Arabia Saudita, influida por Estados Unidos, e Irak, destruido por ellos. Lo que en el país afgano sucede repercute en sus vecinos, pero es a veces repercusión de lo que entre ellos ocurre. Pobre Afganistán, tan lejos de Estados Unidos pero tan cerca de los títeres de estos.

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Encrucijada de  caminos del Asia, Afganistán lo es también de sus étnias. La predominante es la Pashtun, cuyo idioma es hablado por la mitad de la población. Tadjikios, turcos  y uzbekos usan el lenguaje de sus países vecinos; hazaras y urdus tienen lenguas propias. 78% utiliza  el dani, vehículo de intercomunicación entre tantas lenguas distintas. De una población cercana a 30 millones de habitantes, el 71,4% es rural y el 4,7% nómada. El campo es dominado por intrincada trama de poderes de los Señores de la Guerra, jefes tribales y terratenientes. El vínculo preponderante en este abigarrado mosaico es la religión islámica, que profesa el 99,7%, del cual 90% son sunitas. Donde la religión es política, la política es una religión.

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En la guerra, decía Voltaire, de lo que se trata ante todo es del robo. Las tres grandes industrias mundiales son el petróleo, el narcotráfico y el armamentismo. Afganistán es presa favorita de las tres. El United States Geological Survey de 2006 estimó que alberga reservas de 2.9 billones de barriles de crudo y 440 billones de metros cúbicos de gas natural. Aparte de ello, posee yacimientos de oro, carbón, hierro, cobre  y litio. Si tienes riquezas, prepárate a ser invadido. Los recursos propios siempre atraen dueños ajenos.

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Estima el Fondo Monetario Internacional que el lavado de dinero ocupa del 2 al 5% del Producto Interno Bruto Mundial, y que de esa proporción entre 590 billones y 1.5 trillones de dólares están vinculados al narcotráfico y son manejados por Bancos estadounidenses o británicos. Históricamente, Afganistan producía el 71% de la heroína del mundo, de la cual se surtía  el 60% del consumo de dicha droga en Estados Unidos. No es casual la presencia de  tropas yanquis  en los dos mayores productores de droga del mundo, Afganistán  y Colombia. Si el gobierno no domina a la droga, la droga domina al gobierno.





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Para perpetuar esta cadena de complicidades era indispensable que Afganistán siguiera cultivando amapola y refinándola en centenares de laboratorios en la frontera con Pakistán. Pero en 1978 toma el poder el socialista Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), libera 8.000 presos políticos, anula las deudas usurarias con sus terratenientes de  once millones de campesinos,  impone una reforma agraria que distribuye tierras a 250.000 de ellos, legaliza los sindicatos, establece un salario mínimo, separa el Estado de la religión, abre para las mujeres la educación y la participación política, expulsa del partido a los polígamos  y prohíbe el cultivo de la amapola. Hacer el bien es más peligroso que dejar hacer el mal. Adoptar medidas populares que puedan consolidar un gobierno es calificar para ser invadido.

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A tal crimen, tal castigo. En julio de 1979 el Presidente Carter emite una directiva secreta de ayuda de la CIA a los opositores del gobierno socialista. Es operación que,  como el caso Irán-Contras, financia contrarrevolución con narcotráfico. Departamento de Estado y  agencias de seguridad comienzan la recluta y financiamiento   de mercenarios por todo el mundo islámico. Si no tienes oposición armada, puedes alquilarla, como se hizo después en Venezuela con los paramilitares de Daktari, de Silvercorp y los de Apure. Según confesó posteriormente su asesor en política internacional  Zbigniew Brzezinski, con ello “teníamos la oportunidad de darle a la URSS su guerra de Vietnam”, ya que “conscientemente incrementamos la posibilidad de que intervinieran”. Los soviéticos en efecto envían asesores y efectivos alegando, fundadamente, que contrarrestan una intervención estadounidense. Lo cual, según Brzezinski, conduce a que “por diez años, Moscú deba mantener una guerra insoportable, que llevó finalmente a la desmoralización y la ruptura del imperio soviético”. No se imagina que está creando un monstruo que tendrá los mismos efectos contra el imperio de Estados Unidos. Durante esa década, éste y su aliada Arabia Saudita dilapidan  más de 40 billones de dólares en reclutar y entrenar cien mil mercenarios extranjeros, pertrechados con 2.000 Fim-Stinger, cohetes que buscan automáticamente el blanco de helicópteros, aviones y tanques. Durante nueve años, la invasión causa la muerte de entre medio millón y dos millones de afganos, y desplaza otros seis millones. 





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Gorvachov retira el apoyo soviético en 1989; el gobierno socialista resistió por     solo hasta 1992, cuando los paramilitares muyahedines toman el poder, torturan y ejecutan al Presidente Muhammad Najibullah, dejan sin efecto  las reformas progresistas, imponen la sharia, conjunto de prácticas fundadas en textos religiosos,   queman libros, dinamitan milenarias esculturas budistas. La destrucción del socialismo no es la paz: es el inicio de una nueva guerra civil entre  facciones fundamentalistas,  Señores de la Guerra,  jefes tribales y  diversos grupos étnicos y religiosos. Esta pesadilla es celebrada por la industria cultural estadounidense en la película Rambo III, dedicada explícitamente a los talibanes, a quienes califica como “luchadores por la libertad”. Las autoridades  restablecen el lucrativo cultivo de la amapola. La religión es el opio de los pueblos, el opio  la religión de los fundamentalistas.





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Los talibanes, la facción de los muhayedines  dominante desde 1995, recibe una oferta  de George Bush y de Cheney,  para instalar en el territorio un estratégico oleoducto que debía ser trazado “sobre una alfombra de oro, o de bombas”. Los talibanes la rechazan. Al poco tiempo, son acusados sin pruebas del sospechoso atentado contra las Torres Gemelas de 2001, a pesar de que los supuestos secuestradores  suicidas  de los aviones no son afganos, sino sauditas, y de que la familia Bin Laden es socia de negocios de Bush.  A la hora de invadir países, cualquier excusa es buena. A falta de oro, durante veinte años diluvian bombas. En ese lapso, Estados Unidos dilapida en Afganistán unos 4 billones de dólares al año -74 billones en total. ¿Qué sentido tiene este disparate? Señala Pepe Escobar que la derrota en Afganistán fue un holocausto para el devastado pueblo afgano y el contribuyente estadounidense, pero un triunfal negocio para el complejo MICIMATT (Military-Industrial-Counter-Intelligence-Media-Academia-Think-Tank). Según afirmó Julian Assange: “El objetivo es usar Afganistán para lavar dinero fuera de las bases tributarias de Estados Unidos y Europa a través de Afganistán  de nuevo a las manos de una elite trasnacional de seguridad. El objetivo es una guerra interminable, no una guerra exitosa”. La guerra es buen negocio: invierta su hegemonía.

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La derrota  estadounidense se explica por el enorme rechazo popular. Los invasores nada aportan al país: tienen lengua, costumbres y creencias distintas y no respetan las locales; su único argumento es la fuerza bruta: bombardean, destruyen, torturan, asesinan y encierran en campos de concentración a supuestos resistentes, imponen un gobierno títere y se rodean de una elite colaboracionista corrupta. Prácticamente todos los que no forman parte de ella están contra la injerencia, y los talibanes se muestran como la más organizada de las fuerzas que se le oponen.  Así serán de atroces los invasores estadounidenses, que los talibanes parecen un mal menor. Éstos van ocupando sigilosamente  campos, aldeas y ciudades de la periferia, y cuando Biden anuncia la retirada, toman sin resistencia Kabul. Una sola cosa pueden enseñarnos los objetables talibanes: la tumba de los Imperios se cava con sentimiento nacional y  resistencia cultural.

 



TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO

 

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