Luis Britto García
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Sostuvo el lingüista francés Pierre Bourdieu que “quien
nomina, domina”. Comencemos por el nombre de América. Estados Unidos, que como
bien hace notar Jean Luc Godard no es un nombre, se ha ido apoderando
progresivamente del apelativo de América, cuyo titular original, Américo
Vespuccio, jamás estuvo en lo que es hoy territorio estadounidense. Vemos que
Donald Trump arma una alharaca para cambiar el clásico nombre de Golfo de
México por el de Golfo de América. Tras la lingüística viene la rapiña; gran
parte del territorio que actualmente
llamamos Estados Unidos era de México. Testimonio,
Tejas, Los Ángeles, California, San Francisco, Nevada, Colorado, Utah, Kansas,
Oklahoma, Wyoming, Nuevo México, tantos apelativos castellanos o indígenas enclavados
en tierra que el latrocinio hizo gringa.
Tampoco nadie podrá borrar los millares de musicales nombres originarios que
destellan en medio de lo que los invasores quisieron llamar Nueva España;
Jalisco, Oaxaca, Tulún, Cuxcatlán, Xochimilco,
Chihuahua, Guanajuato, Pénjamo.
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Con la asimilación entre el nombre de un país y el de un
continente viene un intento de apropiación del segundo por el primero. Para algunos, “América” es “Estados Unidos”; de
hecho, éste último ocupa con unas 128 bases militares América Latina y el
Caribe, mientras que nuestros países no operan una sola en el Coloso del Norte.
Elegir nuestro nombre fue optar entre uno y otro coloniaje: Hispanoamérica o Iberoamérica nos
remitían a la península ibérica; Latinoamérica fue una invención del
imperialismo galo para mentir que el Emperador
Maxiliano, en cuanto “latino”, tenía derecho de pillar México. “Nuestra
América” fue frase poderosa de José Martí, que implica a la vez separación
esclarecedora y entrañable fraternidad.
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Y ya que hablamos de continentes, recordemos que para el
Diccionario de la Lengua Española éstos son “cada una de las grandes
extensiones de tierra separadas por los océanos”.
Pero en vano buscaremos el océano, la zanja, la discontinuidad natural
que separaría el continente que llamamos Europa de aquél que nominamos Asia. La
única barrera entre ambos es la grieta del Eurocentrismo, que quiso convertir
la península europea en Centro del Mundo.
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Quien se nombra se crea; todo enemigo buscará rebautizarlo
con un mote que lo destruya. Acierto lingüístico de Hugo Chávez Frías fue
adoptar para su movimiento el apelativo de “bolivariano”. Durante casi dos
siglos toda fuerza política intentó prestigiarse con el nombre del Libertador:
casi ninguna resultó creíble. A principios de siglo la sicóloga social Maritza
Montero me dijo que había compilado centenar y medio de insultos de la oposición
contra el chavismo y un centenar de
epítetos de éste contra los opositores. En tan desigual batalla cabe señalar
que los opositores además disponían de la casi totalidad de los medios de comunicación,
y sin embargo resultaron derrotados. Bastó que Chávez, comentando una raleada manifestación
de Peña Esclusa, dijera que se trataba de una oposición “escuálida”, y así se
quedó.
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Quien dude de los
engendros que incuba el poder en sus cloacas
semióticas, considere la nueva acepción
de las palabras “libertario” y “anarquista” en boga en el ámbito
mediático. Para el Diccionario de la Lengua Española, “Libertarianismo” es
sinónimo de “anarquistmo”: “Doctrina que propugna la libertad total del individuo y la
desaparición del Estado y de toda forma de poder”. Así definía Carlos
Marx la finalidad última del Comunismo: el Reino de la Libertad. ¿A cuenta de
qué entonces motejar de “libertario” a todo esbirro del Fondo Monetario Internacional, a todo
polizonte autoritario de la Banca usuraria que a palo y plomo reprime
manifestaciones obreras y protestas contra la entrega de sus países al capital
transnacional? Algunos hasta se retratan disfrazados de próceres libertadores. Cada
criminal puede llamarse como se le antoje; pero vaya usted a saber por qué, medios progresistas y hasta
izquierdistas corean como cotorritas el fraude, embarrando de paso las palabras
“libertad” y “anarquía”, las más nobles del léxico político.
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Pasemos al ámbito local. Las potencias atropellan a otros
países con agresiones delincuenciales para presionarlos a renunciar a sus
intereses y su soberanía. Es lo que en términos hamponiles el Presidente Barack
Obama llamó “sanción”: “torcerle el brazo” a Venezuela para que adoptara un gobierno grato a Estados Unidos. La mayoría de
las legislaciones del mundo definen a este crimen como “extorsión”. Por no
citarlas todas, recurramos una vez más al Diccionario de la Lengua Española,
para el cual significa “la presión que se
ejerce sobre alguien mediante amenazas para obligarlo a actuar de determinada
manera y obtener así dinero u otro beneficio. En términos legales, se
considera un delito que consiste en obligar a otro con violencia o intimidación
para obtener algo de forma ilícita”.
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Pues bien, en aras del latrocinio
lingüístico de los poderosos y de la culpable ingenuidad de sus presas, a este
crimen lo han venido llamando “sanciónes”
victimarios y víctimas. Recurramos una vez más a la Academia Española, para la cual
dicho concepto “se refiere a la pena o castigo que se
establece para quien infringe una ley o norma”. En términos jurídicos, ello quiere
decir que sólo es “sanción” la aplicada por una autoridad legítima y competente, en cumplimiento de una norma válida y obligatoria para el sancionado,
a fin de castigar una conducta ilegítima
de éste. Pero las normas o leyes de una potencia no son aplicables a los
restantes países soberanos del mundo, ni están éstos obligados a someterse a
ellas, ni a soportar castigos,
atropellos, atentados criminales o penas
por tal motivo.
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En dos palabras, cada vez que llamamos “sanción” a una extorsión
criminal, atropello o latrocinio de las grandes potencias, no sólo blanqueamos
con legitimidad el delito: también nos autocalificamos de culpables, hacemos el
papel de niños malos a quienes papi nos da coscorrones a ver si de una vez por
todas nos corregimos. Nada de eso. Somos
blanco de la ilegítima extorsión de varias potencias delincuentes, no estamos
obligados a obedecerla, y los actos impuestos en tal condición son nulos de
toda nulidad en cuanto forzados bajo violencia ilegal. Mientras sigamos
llamándola “sanción” no hacemos más que otorgar validez legal a nuestra
condición de víctimas.
Llamemos las cosas por sus nombres.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO