ESTÁN TODAS Y TODOS CORDIALMENTE INVITADOS A LA PRESENTACIÓN DE
O LA LITERATURA A CAÑONAZOS
DE: LUIS BRITTO GARCÍA
LUGAR: SEDE DE LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE VENEZUELA, GALERÍA DE ARTE NACIONAL, SALA PRINCIPAL
FECHA Y HORA: SÁBADO 5 DE JULIO, 6 PM
PRESENTADOR DE LUJO: MIGUEL ÁNGEL PÉREZ PIRELA
El autor realizará cien dibujos mágicos en tinta indeleble y pólvora para los primeros cien compradores y también para quienes lo pidan prestado y no lo devuelvan.
En exclusiva, algunos de los relatos del volumen:
COLLAR
La primera perla es perfecta como una luna. Mirándola muy detenidamente, en su fulgor se ven hileras de hombres desnudos que corren por una playa árida, como la luna.
La segunda perla es transparente, como una burbuja. Los hombres desnudos, obligados a hundirse en el mar, dejan escapar el resuello en el terror de la muerte, y la última burbuja del aliento es como perla.
La tercera perla parece el ojo del pez inmenso que mira a los hombres desnudos debatirse en las aguas; y embistiendo al más lento de todos, ataca.
A partir de la cuarta, las perlas tienen un tono rosado. Los hombres de piel lunar de las piraguas obligan a sumergirse a los hombres desnudos en el agua rosada, hasta que ésta se hace color vino.
La quinta perla es un sol que chisporrotea al caer en un mar sangriento. Del mar ensangrentado por los grandes peces trepan a las piraguas hombres desnudos cuyas narices o cuyos muñones sangran. Estos últimos son devueltos al mar.
La sexta perla es blanca, como la salina por la cual los hombres desnudos son obligados a correr mientras en la reciente noche centellea el chorro de sal del Camino de Santiago.
La séptima perla resplandece como una nebulosa. Contra el fulgor nocturno de la salina los contramaestres cuentan el collar de hombres desnudos amarrados por el cuello, que disminuye con cada nueva perla que se añade al montoncito en el yelmo grisáceo como la caparazón de un cangrejo.
Dura como el ojo de un crustáceo, la octava perla mira caer las exhalaciones, intranquila. A la furtiva luz de éstas, el contramaestre perfora de un ballestazo la cota de malla del alabardero que intenta meter la mano en el yelmo.
La novena perla es como la espuma donde sumergen al alabardero con las vísceras hendidas. Las olas destiñen naipes de pergamino, cuyas figuras saldrán al azar sobre las arenas.
La décima perla, defectuosa, tiene aún una arenilla, y sin embargo pagan con ella al piloto que capturó los indios esclavos y procuró las sogas y las piraguas.
La perla once la extrajo el piloto expertamente del ano del contramaestre degollado, sabio en raterías, mas no en esgrimas de estoque.
La doce estaba en la boca del grumete decapitado.
La trece, en el estómago del remero desventrado.
La catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho y diecinueve se parecían a los dientes de los hombres que las pescaron, también degollados para que no dieran testimonio de la rapiña, aunque no hablaban lenguas de cristianos.
La veinte, inmensa, compró la complicidad del escribano. La veintiuno, roñosa, el silencio del cartógrafo. La veintidós fue para pagar el flete de la nave que volvía cargada con cestas de perlas sangrientas. La veintitrés, para ablandar al funcionario de la Real Hacienda que debía reclamar el quinto del Rey. La veinticuatro, para pagar a Monseñor el impuesto de doctrina a fin de difundir la fe de Nuestro Salvador entre los esclavos.
La veinticinco, la más hermosa, fue para corromper a los jueces que juzgarían al Almirante por no declarar el quinto de las perlas que había de pagarse a la corona.
La veintiséis, inexplicablemente perdida.
La veintisiete, perforada, decidió el ánimo de la doncella de piel perlina, que por sus mañas pudo ir añadiendo todas las otras al collar.
La veintiocho delató la traición, que llevó al capitán a apretar con él el cuello nacarado de la muchacha.
Su cuerpo estrangulado resplandece, como una perla.
En ella se ve repetirse eternamente el círculo del collar, perfecto como el de la luna.
AYACUCHO
A las siete de la noche tocó silencio el corneta. Allí mismo fue demasiado silencio. Tan alta era aquella llanura que se ahogaban los gritos. Ni para hablar nos quedaba el aliento.
Cumaná tiritaba con mal de páramo ante la hoguera de quinua. A cada lancero lo llamábamos con el nombre de su pueblo. Y a mí, que sabía las canciones de todos los sitios, me llamaban Coplero.
Ay, Cumaná, quién te viera
y por tus calles paseara
y hasta San Francisco fuera
a misa de madrugada
mi madre es la única estrella
que alumbra mi porvenir
y si se llega a morir
al cielo me voy con ella
río Manzanares
déjame pasar
que mi madre enferma
me mandó a llamar.
El general Sucre tenía oídos de lince y paró la inspección de las tropas. Con su Estado Mayor cabalgó hacia nosotros. Quién ha roto el silencio. Yo, mi general. Soldado, qué castigo debo aplicarte.
Al último resplandor de la quinua vi que se iba apagando su cara.
Lo que usted diga, mi general. Lancero, me dijo sofrenando su macho, te impondré el peor castigo para un jinete que se ha abierto camino en la América empuñando una lanza: no pelearás en la batalla de mañana. Pero mi general. Silencio.
Al alba ya Cumaná respiraba. Me abrazó, y picó espuelas con las oleadas de la caballería de José María de Córdoba. Los vi romper contra la fusilería realista que dominaba las alturas de Corpahuaico, y horas más tarde bajaban los cóndores desde las cordilleras más encumbradas. Ya era de noche cuando encontré a todo el pelotón. Abrazaban sus lanzas y tenían las bocas abiertas, como todavía gritando en la altura sin aires. A cada uno de ellos les fui cerrando los ojos.En ese momento me alumbraron los candiles del Estado Mayor del general Antoñito Sucre, quien reconocía la mortandad. Antoñito acababa de cumplir veintiocho años, y ninguno de los caídos tenía más edad. Ese día se ganó la libertad de la América, y sin embargo nunca vi al general tan triste como cuando, reconociéndome, dijo:
—Lancero, ahora puedes regresar a Cumaná.
—General, no soy de Cumaná.
Entonces me venció el rencor y le dije que el cumanés era el muchacho a quien yo cerraba los ojos. Le había devuelto el aliento cantándole para que fuera a exhalarlo contra la fusilería de Monet.
El general quedó un instante sin aire, bajo las estrellas que eran tantas como las lanzas caídas en aquella meseta de sangre. No podía decirme que, como él también había nacido en Cumaná, al oírme cantar y arrestarme creyó devolver vivo a su pueblo por lo menos a uno de aquellos piragüeros que dejaron sus playas lejanas diez años y cien batallas atrás.
Al fin encontró aire para susurrar:
—Quien se entrega a la libertad, se da a la muerte. Lancero, cántanos de nuevo "Gloria de Cumaná".
—General: no volveré a cantar más.
El general tiró de las riendas para que su macho diera la vuelta lentamente, como si quisiera oír algo en el silencio de aquella meseta que los indios llaman Ayacucho: Rincón de los Muertos.
—Has hecho mal. Un favor no se le niega a un moribundo.
No sé si en aquella quietud escuchó algo.
Ninguno de nosotros tres vivió para volver a ver Cumaná.
LONA
Dedico esta pelea de campeonato al público presente a mi mamá
al manayer que consiguió mi cambio de
categoría UNO juego de piernas jab largo jab corto directo a la mandíbula
estrellitas DOS de mi carrera no me ha quedado nada y le debo plata al mánayer TRES yo si pienso entrenarme
dedicarme a mi aspiración de ingresar a la escuela técnica CUATRO que no sigas
de esparrin Cheito mijo que cada vez te estropean más CINCO hoy no hay vuelva
la semana entrante SEIS ella pues me
mentó la madre y yo le di pero suavecito, yo no voy a tener más entradas, le
agradezco la oportunidad señor comisario SIETE repugna pegarle a presos
amarrados pero después se entra en calor
confiesa coño de tu madre confiesa OCHO bala perdida bala perdida bala perdida
NUEVE para buscar comida en el basurero hay que acostarse y escarbar sobras y
si no se encuentran DIEZ ya no importa cuando uno sabe que no va a pararse
nunca más de la
NADAR DE NOCHE
Para nadar de noche mejor dejar atrás los prejuicios comenzando por el
del apego a la vida. En el mar nocturno sólo se ve la espuma de las olas como hileras de dientes que van a devorarnos.
Para escapar hay que sumergirse, y entonces descubre uno que en la noche del
trópico toda burbuja es centella y toda
brazada estela de chispas y que
si al hundirse se dijo adiós al cielo estrellado en la profundidad las rocas
enfebrecidas de coral son constelaciones y el trazo de los peces nebulosa
de fuego. La ola relampaguea y el abismo encandila. Se está muy
bien en esta oscuridad tachonada de fulgores. No otra cosa es el mundo. No hay
que regresar a la costa, cuya ilusoria seguridad terminará devorándonos.

