sábado, 6 de noviembre de 2021

EL CONTINENTE PRODIGIOSO

Luis Britto García

Por qué invadir América? Las contestaciones son obvias, pero no satisfactorias. ¿Nueva ruta de Comercio con Oriente, tras la caída de Constantinopla? Cualquier itinerario era sencillo, comparado con la riesgosa navegación de tres meses o la circunnavegación de un año por océanos desconocidos. ¿Deseo europeo de conquistar territorios? Allí mismo tenían el África, tras  navegación de un día al Sur del  Mediterráneo. ¿Necesidad de esclavos? Justamente del  África hubo que importarlos hacia América cuando maltratos o pestes liquidaron la mayor parte de los nativos americanos. ¿Desmedidas riquezas? Las primeras expediciones sólo saquearon moderadas cantidades de oro de La Española, y de perlas de Cubagua. La verdadera causa de la invasión de América es el Prodigio.

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Las historias del Prodigio comienzan con el primer contacto.  Cuando Cristóbal Colón arriba a Tierra Firme, declara haber reencontrado la sede del Paraíso Terrenal. Por ello nombra a Venezuela “Tierra de Gracia”. Según el Almirante,  el planeta no es redondo, sino en forma de pera, siendo su región más elevada la más próxima a los cielos. De ella manan los cuatro ríos del Paraíso, uno de los cuales sería el Orinoco. En la época de las lluvias, surca el cielo austral una cruz de luceros, similar a la que Dante dijo que se vería desde las antípodas. Pero estos prodigios son apenas muestras de una vastísima cosecha de mitos, leyendas, infundios, embustes, que poblaban la mente de los habitantes del Viejo Mundo. Para los tiempos de Colón, el pensamiento de la modernidad había comenzado a desacreditarlos. Pareciera como si un torrente migratorio de infundios a   punto de ser desacreditados buscara  asilo  en el Nuevo Mundo, donde casi nadie podía verificarlos. 

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No tardan los cronistas del Nuevo Mundo en acrecentar la cosecha de prodigios. Uno certifica que los Tutanuchas tienen grandes orejas, y que duermen cobijándose en ellas. Otro poblado se alimenta de oler flores, y en oliendo malos aromas, mueren. Más tarde, el verídico pirata Sir Walter Ralegh da fe de que en nuestra Guayana existe un reino de mujeres guerreras, las Amazonas, y otro de hombres sin cabeza, con  boca y  ojos en el pecho, los Ewaipanoma, y otro de hombres con una sola pierna. En el Delta, uno de sus tripulantes es devorado por un monstruo marino, seguramente un caimán. De las aguas brotan poderosos árboles, y en ellos vive un pueblo feliz, los Tivitivitas. Los caribes le enseñan un nuevo vicio, el del tabaco, que asegurará la delicia y perdición de millones. Por todos lados, escribe el visitante, hay indicios certísimos de oro.

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Pues lo que más llama la atención a los invasores es el oro. En el Nuevo Mundo se sitúan todos los prodigios que faltan en el Viejo: la Fuente de la Eterna Juventud, El Dorado. Sobre él se tejen prodigiosas leyendas, que movilizan flotas y ejércitos. Es una Quimera que decide el destino planetario. Guillermo Céspedes del Castillo calcula que entre 1531 y 1660 llegan a Sevilla 155.000 kilos de oro americano y 16.986.0000  kilos de plata. Si se añade el contrabando, quizá durante el siglo XVI arribaron a Europa 18.300.000 kilos de plata (Céspedes del Castillo, Guillermo: América Hispánica (1492-1898); Barcelona, editorial Labor SA. 1985, p. 140). Las conquista de México y Perú inundan  España con cataratas de metales preciosos que le aseguran dos siglos de hegemonía, deprimen su desarrollo  económico y, transferidas al resto de Europa a cambio de lujos y superfluidades, aseguran el arranque del capitalismo y la hegemonía europea hasta principios del pasado siglo. Al saqueo de América se suman Portugal, Francia, Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Suecia. Es una rebatiña colosal que desencadena guerras y cuyo premio es la dominación planetaria. Con su victimización, el Continente Prodigioso decide  involuntariamente el destino del globo.

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El colosal latrocinio, cuyo monto total está todavía por calcular, permite pasar por alto  el otro prodigio americano: el de sus habitantes. A la llegada de los invasores, el Nuevo Mundo está más poblado que Europa. Tenochtitlan tenía más ciudadanos que Madrid. En el Caribe y la Amazonia los intrusos encuentran habitantes que parecen vivir antes del pecado original, en comunas sin división de clases sociales ni más propiedad que la de los instrumentos esenciales para la supervivencia. En México y la cordillera andina topan imperios estratificados, pero fundados también en la propiedad comunal y la solidaridad grupal. Todas son civilizaciones exitosas, adaptadas al medio, que proporcionan a sus integrantes un alto grado de felicidad y desarrollan complejas culturas. Moctezuma tenía una biblioteca en la cual había imágenes en oro de todas las cosas de su Imperio. Pero la política de los invasores es el exterminio. La inmolación de América es el más vasto genocidio que registra la Historia. Arriba de sesenta millones de pobladores originarios mueren a consecuencias de la Conquista. Los invasores carecían de medios técnicos para perpetrar tan colosal holocausto: parte de él se debe a las privaciones causadas por el vasallaje y a las enfermedades que introducían, contra los cuales los americanos carecían de defensa inmunológica.  Cortés conquista la capital azteca caminando sobre una alfombra de guerreros muertos de viruela. La despoblación es tan radical, que los invasores deben importar esclavos del África.

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Así como el oro arrancado a estas tierras anima el monstruo del capitalismo, las humanidades enterradas plantean el postergado debate sobre la organización social. El botín permite a los reyes contratar ejércitos mercenarios y suplantar las caducas estructuras  feudales por las del Estado Moderno. Pero la memoria de los inmolados regresa como vasta interrogante sobre la conciencia de los asesinos. Bartolomé de las Casas denuncia en encendidos tratados la Destruición de las Indias. Santo Tomás Moro afirma que el viajero Rafael Hitloday ha encontrado en el Nuevo Mundo la Utopía, igualitaria y con propiedad comunitaria como la de nuestros pueblos originarios. Francis Bacon localiza en nuestro hemisferio La Nueva Atlántida, en la cual la investigación científica de acuerdo con su Novus Organum  desarrolla  máquinas prodigiosas, telescopios, aeroplanos, submarinos. Montaigne estudia en sus magistrales Ensayos la llamada Cuestión de los Salvajes, y revierte los prejuicios acumulados sobre ella. Toda una transmutación del pensamiento se origina en El Continente Prodigioso: mitos e imaginario medieval en la Conquista americana (Monte Ávila, 2021), y no digo más, porque el libro de Vladimir Acosta desarrolla en profundidad y verdad tantos temas que aquí apenas se aluden. 

CADÁVERES INSEPULTOS

 


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En su novela Memorias de un vividor, Francisco Tosta García aconseja que si un amigo muere, hay que llorarlo, asistir al velorio, acompañarlo a su última morada, pero no enterrarse con él. Más importante es recordarle a algunos finados que pueden despedirse de los vivos, legarles sus bienes y sus males, pero no quedarse a vivir con ellos.

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Difunto, difunto, quien no da más, o nunca dio nada. Quevedo, Darwin, Marx gozan de buena salud y garantizan la nuestra. En cambio han expirado infinidad de notabilidades vivas cuyas obras nacieron muertas. Cadáveres insepultos, los llamó Rómulo Betancourt. Sus intentos de resucitar son macabros, porque regresan tan exánimes como estuvieron siempre.

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Pues el difunto que no fue ni lo uno ni lo otro, vuelve convertido en todo lo contrario. Muchos conspiran sin recordar que ya perecieron de otra muerte. Otros solicitan revocatorios que sólo revocan su buena reputación. Hay quienes cambian el nombre de sus lápidas y sus partidos para ver a quién engañan. Caso de terror es el partido occiso que quiere arrastrar a su tumba a todo lo que fue su militancia. Hay finados que se la pasan votando. Fallecidos poco escrupulosos cobran créditos blandos. Otros ganan supuestos premios de lotería, cuadros del 5 y 6 o subsidios culturales. Algunos dramaturgos han firmado más telenovelas después de fallecidos que cuando malvivían escribiéndolas. A muchos extintos les va mejor en muerte que en vida.

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Del difunto enterrado todos hacen leña. El descrédito de muchos fallecidos viene, no de lo que en vida hicieron, sino de lo que sus seguidores perpetran en su nombre. Trago grueso ante el imperio financiero construido sobre el voto de pobreza. Si así se cumple el de indigencia, cómo será el de castidad. Muere la víctima nuevamente cada vez que los victimarios invocan su nombre como coartada. Debe por encima de todo el finado serio impedir que lo interpreten. La traducción enferma; la interpretación asesina.

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En los cementerios del poder que pudo haber sido espanta quien pudo haber sido poder. Digamos que de muchacho tuvo un buen momento de idealismo o de decencia antes de enterrar sus esperanzas en la remunerativa cripta del billete. De allí sólo sale tembloroso de rabia a perseguir a quienes no se venden. Se exalta, se sulfura contra quien todavía alienta. Fui como eras, serás como soy, dice en los antiguos pudrideros y en los recetarios ideológicos de la osamenta. Polvo eres, y no llegarás ni a polvareda.

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Vaga por las catacumbas de las academias la momia que siente que en todas partes hace falta su palabra admonitoria. Husmea aquí y allá tratando de descargar un buen regaño a quienes le quitaron su puestazo, o sea, todo lo que era. Se sueña en la cátedra, en el paraninfo, en la embajada, en el Palacio de las Academias mientras apostrofa a las audiencias por no prestarle atención a sus reláficas. En hipérboles y metonimias quisiera desgranar apóstrofes limítrofes ante audiencias atónitas. Desaparece entre bostezos.

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No se puede ir al cine sin ver la película difunta que llaman remake o sea alguna cinta buena vuelta a rodar sin las cosas que le dieron calidad. Siempre algún desorientado cree que filmará un Nosferatu mejor que el de Murnau, siempre un gringo sueña que superará Los siete samuráis poniéndoles revólveres y llamándolos Los siete magníficos, y el resultado son cadáveres fílmicos que importunan las salas y afligen cinéfilos, hasta que la falta de creatividad logra que casi toda película mala resulte espectro de una buena, cadáver insepulto de lo que jamás ha muerto.

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En las tiendas de ilusiones sólo se venden antiguallas embalsamadas como nuevas. Hace tiempo impusieron como último alarido las solapas de gángster de 1930 y los sacos tres botones de 1960. Hay muertos que no hacen ruido; en cambio escandalizan melodías difuntas que murieron casi al nacer y que algún empresario relanza sin conseguir más que un novenario espectral, como el charleston o la lambada. Recemos por el eterno descanso de la reposición de géneros literarios, desde el policíaco hasta la novela rosa. No podemos librarnos ya del edificio Frankenstein recosido con órganos de cadáveres arquitectónicos mal ensamblados.

9

Sí: los muertos imponen su imperio sobre los vivos, y lo llaman postmodernidad. Basta ponerle a cualquier cadáver la lápida de neo para que pretenda salir de su tumba y meternos en ella: neoliberalismo, neofascismo, neocolonialismo, el racismo de 1920, el liberalismo económico de 1830, el imperialismo de 1492. Paz a sus restos.

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No debe el amor difunto negarse a aceptar la sepultura. Encerrado en su tumba es buen recuerdo; escapado de ella, espectro. Llama, interfiere, intriga, alborota, finge que las cosas son lo que ya no son. Ensaya los mohines que ayer fueron graciosos y lucen hoy macabros. Prueba la estrategia suicida de hacerse recordar, no por inefable, sino por detestable. No muere de una vez por todas: muere todas las veces. Ánima en pena, no sigas dando pena. Luzca para ti la luz perpetua.

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En la novela de Mary Shelley, Víctor Frankenstein crea su Prometeo con materiales nuevos y desata un genio de fuerza incomparable. En la versión fílmica, le injertaron un cerebro de cretino a un cosido de cadáveres dispares y surgió un ideólogo de la colaboración de clases. Entre la vida y la muerte no hay sistema mixto. Presente y futuro nacen de la incesante aniquilación del pasado. Sin extinción de lo caduco no hay vida.

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Dijo Juan Rulfo que en México la gente nunca se muere del todo porque los difuntos se la pasan metiéndose en los asuntos de los vivos. Cuán pocos muertitos de buenos modales hay como don Juan Nepomuceno Rulfo Vizcaíno, que uno hasta quisiera sacarlo de su tumba para conversar un rato a pesar de que él sólo habla en puras distancias. Cuántos ausentes hay que cada día hacen desear más su presencia. Pero no: los únicos occisos que salen de sus sepulcros son los que merecen estar en ellos. Que gocen los difuntos su día, y nos dejen todos los demás a los vivientes.

(FOTO/TEXTO: LUIS BRITTO).