Vamos a construirnos una ciudad y una torre, cuya
cúspide toque los cielos y nos haga famosos, por si tenemos
que
dividirnos por la faz de la tierra.
Génesis, 11
Cada quien contará esta historia a su manera. En tiempos en
que los hombres eran muchos y muy sabios, por soberbia quisieron
construir una torre que les permitiera invadir los cielos. Éste no fue
el verdadero milagro. El verdadero milagro consistió en que todos sin
discrepancia aceptaran la erección de la torre; todos sin pugna acordaran
el mismo sitio para elevarla, todos sin disputa aceptaran el mismo diseño,
y todos sin discusión la titánica esclavitud a una reina de piedra que
aún no existía.
Los constructores de la torre empezaron desde entonces a
andar erguidos, como apuntando a los cielos, a considerar la vida
misma como una construcción en progreso, que debía avanzar cada
día, a sentirse cada instante más lejanos del suelo, como si ya
sólo debieran abrir las ventanas de sus párpados para permitir el paso de
cometas o
estrellas fugaces o pájaros. Cada día de sus vidas y cada
piso de la torre los acercaban a una geometría del ser más perfecta e
irrespirable —pues si la base del monstruo podía ser chata y cloacal y sobredecorada, su cima habría de ser espectral y casi sin forma a fuerza de
depurada.
Sin duda llegaron a concluirla. El último día de las obras,
verificaron que bajo las bases de la torre no quedaba ni un solo grano
de tierra que transportar a la cumbre para acrecentar su altura —océanos,
cordilleras, canteras, continentes y desiertos habían sido molidos e
integrados en el alfiler desmesurado cuya punta no conducía a otro
sitio que el vacío. Desde la última atalaya, el Arquitecto Supremo
contempló la negrura sin atenuaciones que se extendía sin término por
encima de la cumbre desolada. El Arquitecto Supremo gritó, se cubrió el
rostro con las manos y, volviéndose hacia el abismo, ordenó la
demolición de las bases de la torre para añadir aun pisos suplementarios a la
vertiginosa aguja —la torre crecería devorándose a sí misma, violando la Nada con su ariete siempre en crecimiento y siempre en destrucción.
En alguno de los pisos resonó un alarido que era casi un
eco. Con un frenesí hasta entonces desconocido entre los
constructores, un albañil propuso demoler los pisos superiores para reconstruir
la mole de detritus planetarios que en el comienzo había servido de
punto de apoyo a la torre. Reía o lloraba, nunca se supo, pues el
maestro de construcción que tomó la palabra para apoyarlo terminó
proponiendo demoler la torre para reconstruirla exactamente, pero con
las bases en
el lugar de la cima, y ésta en el lugar de la base. La
gritería subsiguiente fue dominada por los alaridos de un oficial de andamios que
proponía demoler la torre (que no podía ser infinitamente grande)
para construir con ella una miríada de torres infinitamente pequeñas. A su
lado, un ingeniero de poleas propuso la demolición de la torre para
construir a su alrededor un muro que bloqueara la visión devorante del
vacío. A cuyas espaldas los aprendices canteros comenzaron a darse
bofetones
discutiendo de cuál lado de tal muralla convendría dejar
aislado el vacío. Pero todo recuento sería ocioso. Baste decir que cada
constructor emitió un proyecto, y que cada proyecto difería de los
restantes como la Nada de la torre que apuntaba hacia ella, como un índice cuya presencia nadie parecía poder tolerar. Las tergiversaciones posteriores hablan de un acto divino
que nos
redujo a la falta de cooperación, la incomunicabilidad y la
incoherencia, que desde entonces nos han impedido concluir cualquier otra
torre, porque cuando un constructor empieza a abrir una ventana, ya
otro está tapiándola, y un tercero sustituyéndola por un túnel, y
un cuarto
comienza por encima de éste un puente, y un quinto lo
destruye todo. O el mismo constructor que comienza a tallar un
paralelepípedo, prosigue
devastando un icosaedro y concluye dejando en la cantera una
piedra esférica cuyo propósito ha olvidado. Por modo que siempre
estamos
solos, nunca comprendemos nada, y nuestro trabajo nunca
termina.
La explicación es otra, más sencilla. Los primeros hombres
no fracasaron. La torre originaria alcanzó su destino. Esto es
el cielo.
(TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO)
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