Su ciencia puede ser igualada, pero su fingida
ignorancia, no.
Confucio: Tercer Libro
Clásico.
Hijo de campesino, Wu Mei
descolló en la pequeña escuela campesina de ventanas octogonales donde llegaron
los enviados del Emperador a hacer los exámenes para reclutar funcionarios. Su
caligrafía fue tan excelente, su conocimiento de los clásicos tan firme, su
interpretación de ellos tan atrevida y a la vez tan ortodoxa, su vuelo poético
tan delicado, que los examinadores al principio sospecharon del maestro, y sólo
la zafia ignorancia de este último pudo convencerlos de que Wu Mei había
triunfado sin ayuda indebida. El venerable examinador, juzgando que el caso
podía ser calificado como de firme y
clara lámpara, recomendó un traslado a la ciudad, para determinar los
alcances y el peso de tan señalado mérito. Allí, un cónclave de ancianos
escudriñó implacablemente los méritos de Wu Mei, que se extendían, no sólo al
conocimiento y manejo de los cásicos, sino además al intrincado curso de las
ceremonias del arco, el tiro, la danza de la espada, la pintura y el tañido de
las delicadas arpas, en un grado tal que la junta debió declararlo firme y transparente astro. El más
erudito de los examinadores advirtió, sin embargo, que algunos toques de
excelencia en las pruebas, o más bien la pareja y aterradora perfección
demostrada en el conjunto de ellas, ameritaba dejar de lado los prescritos años
de espera antes de someter a Wu Mei al tercer escrutinio de talento, aquél que
se tiene sólo entre los maestros supremos en cada arte, donde el rencor de los
jueces debe batallar con su admiración. El corto lapso de preparación no
impidió a Wu Mei presentar excelsas demostraciones en improvisación poética,
teatral y musical, en disputa astronómica, interpretación de horóscopo y
augurios, danza cortesana, etiqueta, artes marciales y administrativas, y en la
compleja ciencia del equilibrio entre tan descollantes talentos. En ceremonia
solemne y secreta —pues los mecanismos del secreto se espesaban a medida que
progresaba la mecánica de los exámenes— los maestros vencidos lo declararon bondadosa y dadivosa luna. El cuarto
creciente destellaba sobre los jardines de palacio, y, mirándolo, Wu Mei intuyó
que también acortarían los plazos para la cuarta y más rigurosa serie de los
exámenes del insuperable mérito. Se lo transportó en una silla de mano tapada,
hasta un palacio amurallado, donde, vendado, llegó a un pabellón sin otra luz
solar que la que lucía por escondidas rendijas. Se lo vigilaba, quizás. Una o
dos veces cruzaron con él palabras que no parecían tener sentido sabios
disfrazados de criados, o criados disfrazados de sabios. Acaso se lo juzgaba
por los abanicos que elegía, o por el orden en que plegaba las túnicas. Toda
una tarde estuvo frente a él un ermitaño, contemplándolo sin decir palabra. El
ermitaño dejó caer de su mano una piedrecilla; Wu Mei evitó contemplarla, pero
sin hacerse violencia, y logró por el contrario que el ermitaño contemplara una
hoja seca que horas antes el azar había hecho caer en la recámara. Pasó un
tiempo quizá infinito. Un canto lejano comenzó a surgir de los pabellones más
remotos del palacio. Wu Mei escuchó que criados sutilmente silenciosos quitaban
de las ventanas del pabellón las pantallas que habían impedido el paso de la
luz. Wu Mei comprendió que había vencido el cuarto orden de las pruebas, y que
sería declarado sol incomparable y cimero
apenas la claridad enceguecedora eclipsara la constelación de la carpa, que
rayaba el horizonte de la noche invernal, mientras los criados extinguían una a
una las lámparas de papel del palacio. Entonces, adivinó que había fallado. El
artífice de todo sistema de exámenes debía necesariamente disponerlo, no sólo
para desechar la falta de mérito, sino también para excluir el peligroso exceso de éste. Wu Mei inclinó la cabeza,
mucho antes de que el primer rayo de luz hiciera visible la metálica formación
de soldados que hacía un círculo alrededor del pabellón, y del verdugo.
(TEXTO: LUIS BRITTO/FOTOS: ANTONIETA SOSA)
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