¡Oh Paraíso!
Omar Khayam: Rubayyat.
En el nombre del Único, que sabe todos los
pensamientos, quiero contarte mi historia. Hijo de camelleros, camellero yo
mismo, pensé que la vida y el desierto se alargaban demasiado antes de su fin,
y di en creer en los senderos cortos. Cerca de Balk oí hablar a uno de los
discípulos del Viejo. De creerle, el Viejo podía acortar extraordinariamente
los viajes, y, lo que es más importante, asegurar el retorno. Lo juró por su
lengua, que pronunciaba esas palabras. Al día siguiente, ese discípulo mató por
la espalda al Kadi, y esa lengua fue arrancada antes de la preceptuada
decapitación y el desmembramiento. Su último sonido fue de alabanza. Al caer en
el suelo, la lengua señaló una dirección. Me pareció un augurio. Decidí
seguirlo. El rumbo me condujo hacia Nisapur, donde la lengua de otro asesino,
hecha una bola de gusanos, no pudo indicarme dirección alguna. Seguí el rumbo
que emprendieron los cuervos. Pues el álgebra exasperante de los cuadrados
mágicos, que con su línea de unión tejen los caminos invisibles que engendran
estrellas, me habían enseñado que quien busca, encontrará en todas direcciones.
Pues toda dirección contiene cualquier otra. Al fin, el desierto me encontró.
Vagué por una planicie de lenguas de piedra. Al pasar entre ellas, el viento
silbaba una interminable loa. El alba incendió aquellas llamas de piedra en lenguas de un fuego inmóvil. El dolor de la
quemadura en la planta de los pies me hacía seguir adelante en el día; en la
noche, el dolor de la quemadura del frío.
Cuando los merodeadores me
encontraron, apenas tuve aliento para contarles que trataba de llegar al fin de
un viaje ya muy largo. Me llevaron a rastras, por desfiladeros, hasta
hendeduras donde filtraba una humedad de saliva. Me atiborraron de pasteles
viscosos y de un brebaje melifluo. Me hicieron oler vapores aromáticos de un
pebetero. Sentí que mi cuerpo se hinchaba, como una torpe lengua. De una
oscuridad rugosa, pasé a una oscuridad tachonada de astros perfectos, que
nacían de su propio fulgor, como una fiebre. Mi cabeza engendraba volutas
concéntricas que asaeteaban el parpadeante estrellerío. Hubo entonces música y
supe que de ella salían las estrellas. Jóvenes inmaculadas me abrevaron en ríos
de miel y leche. Los ríos eran tan mansos como los luceros. Me arañé la frente
contra plantas hechas de pedrerías. La reposé en muslos húmedos como
manantiales. Pregunté dónde estaba. Me contestaron que en el final del camino.
En el Paraíso tendría por siempre leche, y por siempre miel, y por siembre la
música que generaba estrellas en órdenes cada vez más complejos y más
delicados. No había guijarro que no fuera gema, ni gota que no fuera dulce.
Lloré. Ya no sentía el dolor de mis plantas laceradas. Anduve de un sitio a
otro de aquellos dédalos anegados de ríos dulces, pero sus pasillos parecían
repetirse con la misma cadencia de los cuadrados mágicos y de la música que
engendraba las estrellas. Cuando estaba a punto de ahogarme en los tazones
almibarados, una mano dulce me alzaba la cabeza y me daba una teta también
meliflua. Yo era ya un arroyo. Licuándome, acostado, mascaba flores que las
muchachas maceraban en sus bocas perfectas y me ofrecían en sus labios. En uno
de los pasillos estaba Hassan Ibn Sabah, El Viejo. Su túnica era harapienta, y
contemplaba. Ahora sé que dicen de él que invita a tragar un veneno violento,
que miente a sus intoxicados que una embriaguez entre muchachas dóciles es el
Paraíso, que les ofrece que, si cumplen sus órdenes, los puede hacer regresar a
él para mantenerlos por siempre entre los arroyos empalagosos. En verdad, no me
dijo nada. Mientras él callaba, pensé que ayunando estrictamente haría
imposible la ingestión del tóxico, que atormentando mi mente sobre la
combinatoria de los cuadradros mágicos hasta perforar las más intrincada
trabazón de las estrellas geométricas, podría encontrar la salida de la cueva
dulzona y terminar el viaje —como todos los demás, supe que volver a la aridez
de las lenguas de piedra, apurar una cascada de días, temblar por el fin de
ellos a la vez deseándolo por descanso de tantas heridas en las plantas de los
pies, clavarte un cuchillo en el pecho a ti que me escuchas, de modo de ser
atormentado y deslenguado, es el único final del viaje, que consiste en el
desprecio del fuego del Infierno, pero también de la miel del Paraíso.
(TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO).
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