domingo, 25 de enero de 2009


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La luz del día revela lo que la noche cubre. Custodian la entrada del campo milicianos designados por las organizaciones palestinas mayoritarias. Las paredes están cubiertas de carteles y consignas revolucionarias en caracteres árabes. En el centro cultural destiempla el alma una exposición de fotografías del genocidio en Gaza. En un tarantín de reparaciones eléctricas cuelga enmarcado un afiche con las efigies de Bolívar, el Ché, Alí Primera, Chávez. Ascendemos escaleras estrechas hasta otra salita alfombrada. En las paredes cuelgan rosarios musulmanes, un bajorrelieve con la primera página del Corán, una efigie del Che. Habla la señora de la casa, rodeada de nietos y nietas. Tiene un hijo en Tel Aviv; una de sus hijas vivió dos años en Maracaibo. A través del intérprete nos cuenta que en Palestina nunca hubo problemas con los judíos residentes. En Najaríya tuvo sus hijos asistida por una doctora judía, que era magnífica persona. Quienes los persiguieron y obligaron a huir fueron los sionistas, que llegaron después. Agradece al Líbano el refugio que les brinda. Ora por Hugo Chávez, que rompió relaciones con Israel. Prefiere morir que ser toda su vida una refugiada. Al despedirnos, en las ventanas sonríen niños que no conocen la patria de sus padres ni pertenecen a aquella en que nacieron. En un taller del tamaño de un closet languidece un zapatero o más bien un patriarca de blanca barba expulsado de Palestina cuando tenía veintidós años. Una hora de exilio es interminable; sesenta años son la eternidad.

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