Limpio estaba el infinito
Cantar margariteño.
Allí comenzaron a contratarnos para pescar perlas en el otro mundo. De madrugada levamos el ancla. Durante días dimos bordadas por el viento contrario de la mar que nos remecía. Al atardecer rumbeábamos por la Cruz de Mayo. Al amanecer se desteñía la Rosa del Escorpión. Toda la noche trabajábamos en el foque arrimándonos a la punzada de los vientos. A mediodía rizábamos la mayor en mares de papel de plata. Saqué un carite, el cuerpo tronchado por el mordisco de un peje que cortaba como machete. Con la Osa sobre la mesana se nos rasgó el trapo de la mayor. Luchamos tapados por drizas y lonas. Cada vez sacábamos pejes menos conocidos. El viento Sur era más furioso a medida que la Cruz se empinaba sobre nuestras cabezas. El agua estaba ya mala en las pipas. Dimos en la más fría de las tormentas. Amarrados sobre cubierta evitábamos que las olas nos barrieran. De madrugada embarcamos una cresta que nos llevó los perros y las gallinas. Por babor nos amenazaba una tierra dura como un puñetazo. Achicábamos día y noche con totumas los escurrideros de las sentinas. Habíamos dejado de ver las grandes tortugas. Los fríos nos serraban las manos cortadas de casar y descasar escotas. A los sesenta días sin pisar tierra la ola se tragó la “Mairena”. Trepado en la cofa la vi desaparecer. Primero el casco, después el mástil, hasta dejar sólo el burbujeo y el ruido de cajas que se rompen de las cuadernas. Con el bichero recogí la pipa de agua que fue lo único que afloró en los remolinos. Por las noches nos persignábamos mirándonos las caras encendidas por el fuego de San Telmo. Bautizábamos estrellas sin nombre que salían de la mar sin término. Dimos bordadas contra la corriente en un mar de leva. Tomamos Norte rumbeando las estrellas de la Osa. Ahora los peces voladores nos daban en la cara. En la mañana venían mariposas desde la tierra. En la tarde volvían hacia la costa, con la luna que elevaba sus cuernos. Comenzamos a hurtarle el casco a los agarrones del coral. Las toninas volvían a celebrarnos. Sufrimos calmas que parecían que el sol se había ahogado en el mar. Las olas arrastraban cuerpos de hombres despedazados por las peleas o los tiburones. Maniobrábamos más rápido que las falúas que se nos pegaban para hundirnos o para saquearnos. Allí fue que ofrecí el barquito de plata si regresaba. Ni los pejes ni la costa ni los hombres nos eran conocidos. El turco que nos había contratado reconoció por fin un minarete en una bahía. En el otro mundo todos vestían de blanco y hablaban una lengua de muertos. Encerrados en sus iglesias cantaban rezos que eran lamentos. Pescamos perlas durante años, entre mujeres que tenían tapada la cara como una luna. Las recuerdo, pero no las palabras con las que quisieron retenernos. Algunos guardamos dijes en forma de luna que nos colgaron al pecho. Yo juré entregarlo en el altar en lugar del barquito de plata. Hasta los corales trataron de retenernos en esas aguas tibias tragándonos las anclas. Picamos sus cabos a la madrugada. Una constelación en forma de cisne se elevaba por proa. La vimos borrarse sobre la aurora a medida que aparejábamos. Tardó mucho ese viaje. Regresé solo. Nadie me reconoce. Nadie me cree.
(FOTO/TEXTO: Luis Britto)
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