Luis Britto García
América Latina y el Caribe es un hecho cultural único. En un espacio de 20.139.378 km², habitado por 667.354.637 personas, preponderan –aunque no de manera excluyente- una sola religión, el catolicismo, y dos lenguas romances muy parecidas, el castellano y el portugués.
Si miramos a Europa, encontramos
supuestos “Estados Nación” como España, el Reino Unido y Francia, que albergan cúmulos de nacionalidades y lenguas distintas, o
pequeños Estados que colindan con otros entes de culturas no sólo diferentes
sino con frecuencia antagónicas.
África es un abigarrado compuesto
de 54 países con miles de lenguas tribales originarias a los cuales se
superpusieron los idiomas de los entes coloniales europeos, y en materia
religiosa compiten el Islam, una diversidad de cristianismos y tantas
religiones originarias como grupos étnicos.
Asia comprende 48 países con
diferencias culturales y lingüísticas extremas que a veces coexisten en un
mismo ámbito Estatal.
En Nuestra América, por el
contrario, nos entendemos en dos idiomas
muy parecidos, castellano y portugués, desde el México conquistado por Estados
Unidos hasta la Patagonia, mientras que en Europa, Asia o África ello no es
posible a veces ni en el mismo país.
Esta comunicabilidad de Nuestra
América se debe a dos decisiones de Estado. El Papa Alejandro VI dividió el
Nuevo Mundo entre España y Portugal; las casas reinantes intentaron imponer el
catolicismo como religión de Imperio y erradicar por la catequesis o la fuerza
bruta los cultos originarios. Nebrija ofreció a la Reina Isabel la Católica su
Gramática como instrumento imperial; ésta impuso el castellano como lengua única
para las vastedades invadidas, y permitió el ingreso a ellas nada más que a los oriundos de Castilla. Sólo muy
tardíamente se autorizó la migración de las restantes naciones sometidas a la soberanía
de España: andaluces, vascos, catalanes, gallegos, asturianos, canarios. La política
puede influir en la cultura.
Estas decisiones de Imperio
impusieron la comunicabilidad, pero no la uniformidad. Imposible reducir a un
patrón único pueblos innumerables con pasados diversos asentados sobre
geografías disímiles. Lo fascinante de Nuestra América es la tensión entre lo
que nos une, casi todo llegado de afuera, y lo que nos diferencia, en gran
parte autóctono o recién inventado. Lo que Carlos Monsivais resume en el espléndido título Aires de familia. Somos iguales, pero distintos. Al mismo tiempo
nos reconocemos y desconocemos.
Pero ninguna multiplicidad elude
categorizaciones. En Las Américas y la
Civilización, propone Darcy Ribeiro entender nuestros pueblos agrupándolos
en tres grupos. Las Sociedades Originarias
serían aquellas en las cuales una porción significativa de descendientes de los pueblos autóctonos
conserva idiomas y costumbres: el caso
de Perú, Bolivia, Ecuador, Guatemala, Belice, en gran parte de México. Las Sociedades T rasplantadas serían
aquellas en las cuales el exterminio de los nativos y migraciones europeas
masivas crearon sistemas políticos inspirados en la mímesis del Viejo Mundo.
Tal sería el caso de Argentina, Chile y
Uruguay; quizá de Costa Rica. Distingue en fin Ribeiro las Sociedades Nuevas, donde un intenso
mestizaje biológico y cultural
crea una nueva realidad, dinámica, fluida, cambiante. Ejemplo de ello,
Brasil, Colombia, Venezuela, Santo Domingo, Nicaragua, Cuba. Apunta el
antropólogo que en éstas últimas son más posibles las revoluciones, por estar
deslastradas de la carga ancestral o de los moldes europeizantes.
El modelo de Ribeyro, como todo en ciencias sociales, es aproximativo y sujeto a críticas, pero quizá ayuda a comprender nuestra conflictiva geopolítica. El predominio del catolicismo (sincretizado con infinidad de cultos originarios) explica la escasez en nuestra historia de violencias con motivación religiosa: apenas la rebelión de Canudos, en Brasil, y la de los Cristeros, en México.
Las diferencias políticas entre nuestros países quizá expliquen las dificultades para su integración. A pesar de los esfuerzos de los libertadores, un Imperio compuesto por cuatro virreinatos –Nueva España, Perú, Nueva Granada y Río de la Plata- y unas pocas capitanías, como la de Cuba, Venezuela, Guatemala y Chile, resultó fragmentado en 33 repúblicas independientes. Esta desarticulación nos hace política y geopolíticamente débiles ante Estados Unidos, que no sólo invadió, compró o anexó territorios adyacentes de México, Francia y Rusia, sino que para evitar dividirse libró en 1865 una cruenta Guerra de Secesión, que segó más de medio millón de vidas.
Desunidos geopolíticamente, sin embargo
preservan nuestros países vínculos culturales, mientras que el coloso del Norte
se fragmenta. Su conquista, anexión o
compra de territorios diversos con poblaciones diferentes reúne dentro de una
sola frontera las categorías que distingue Ribeyro. El porcentaje decreciente de población blanca
no hispana es para 2023 de 58,8%, el creciente de “hispanos” de 19,5% el de
afrodescendientes, un 13%, el de
“asiáticos”, de 7,3%. El genocidio redujo los
indígenas a un 0,73% del total.
Dos factores intensifican esta
diversidad. La población que la Oficina del Censo considera
discriminatoriamente como “blanca” no es
uniformemente “Wasp” (White, Anglo Sazon
Protestant). Colonias de descendientes de italianos, irlandeses, franceses
y polacos mantienen sus identidades, debido a que las políticas
discriminatorias intensifican diferencias en vez de desenfatizarlas. Y las
llamadas “minorías” presentan tasas de natalidad superiores a las de la ligera
mayoría supuestamente blanca, en un país donde la tasa de fertilidad para 2022
apenas llega a l,67 por cada mujer. Ello significa dos cosas: las discriminadas
“minorías” superarán numéricamente en menos de una década a las que fueron
“mayorías” discriminadoras. Y los habitantes de Nuestra América en 2024 más que
duplican los 337.014.000 pobladores de Estados Unidos. La demografía no es la
única fuente del poderío, pero ha influido de manera determinante en el
surgimiento de potencias emergentes. La cultura puede influir en la
geopolítica.
Son abismos sobre los cuales es difícil tender puentes incluso con las más formidables maquinarias represivas.
PD: No contento con el exterminio de la población de Gaza, Israel intenta iniciar un genocidio planetario que podría acabar con todos. Esto no sería posible sin las potencias que lo arman, apoyan y financian, las cuales tampoco saldrían indemnes de una hecatombe global.
TEXTO/FOTOS. LUIS BRITTO


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