Yo iba más
bien de prisa, porque no quería imbuirme dentro de esas horas de la madrugada
que sólo figuran en el reloj por pura fórmula porque no existen sino de vez en
cuando o quizá nunca. Subí las escaleras del edificio pero en vez de entrar al
apartamento llegué a la azotea y abrí la oxidada puerta de hierro que da más allá de los tendederos. Estaban
limpiando los fanales con los que de noche proyectan las estrellas, y eso explicaba
el cielo perfectamente negro. El operario me mostró cómo se abría y cerraba la
tapa con las lentes, y pude mover hacia atrás y hacia adelante una de las
ruedecitas del proyector, haciendo pasar un surtido de constelaciones. Como no
había brisa, decidí pasear por las azoteas y así pude ver grandes cucarachas
del tamaño de caballos de tiro, que caminaban por las paredes externas de los
edificios, y se notaba que era en rondas de inspección por la lentitud con que
lo hacían y el detenimiento con el que se asomaban a algunas ventanas y la
meticulosidad del movimiento de las antenas.
Bajé otra vez a la calle y caminé. Noté una
escalera de mano apoyada en una de las paredes, subí por ella y al mirar
adentro descubrí al enmascarado que va cambiando por ácido el contenido de los
frasquitos de colirio, y que como trabaja solo, avanza verdaderamente poco en
su tarea, habida cuenta de la multitud de ojos que habitan la tierra. Todos
esos ojos despedían en ese momento tenues luces a pesar de estar cerrados.
Así, entré por la ventana, descubrí dos lucecitas lejanas y una vez cerca de
ellas oriné sobre las cobijas. Bajo ellas estaba una mujer y sorprendido, noté
que, sin despertar, también comenzaba largamente a orinar mientras en sus
párpados aparecían las imágenes del sueño que la poseía, un caballito y varias
insípidas lunas.
Me fui en
silencio y noté muchas silenciosas polillas flotando como copos en la
oscuridad de los cuartos. Divisé una muela con sus raíces empotradas en la
pared. Ví que estaba cariada y me alejé porque tuve la certeza de que dolía.
El aire de
la calle no era puro ni frío. Un edificio tenía delante un pequeño jardín,
pero su césped parecía diminuto y blanco. Me acerqué y vi que estaba formado
por millones de cortaduras de uñas. Pensé depositar una moneda en una cercana
máquina automática de vender bebidas, pero me detuvo la incertidumbre sobre
lo que iba a salir de ella. Noté también que las monedas, todas, lucían ambos lados
idénticos y que en ambos estaba acuñada la efigie de Judas.
En una calle
estaba guardado todo el frescor de la noche, condensado en un enorme peñasco
contra el cual había que apoyar la frente. Entonces se experimentaba una sensación
de insomnio y un suave olor a menta.
Por las
calles aparecían los primeros autobuses y decidí dirigirme al trabajo.
(Vela de
Armas)
TEXTO/FOTO:
LUIS BRITTO
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