Luis Britto García
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Todas las artes -religión, mito, historia, filosofía,
plástica, arquitectura, música, poesía, narrativa- arrancan del sueño, esa orgía imaginaria en
la que cada noche nos sumimos. El hombre primordial quizá no distinguía entre lo soñado y lo vivido. La
fantasmagoría que asalta a quien duerme es el primer Arte Total. Era inevitable
que algunos temas oníricos fueran contrabandeados como revelación o religión,
que se intentara inventar lúcidamente una ficción equiparable a las que teje la
mente dormida. Todas las narrativas aspiran a la condición de ensueño.
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Quizá los templos de la Antigüedad eran libros
tridimensionales que contaban una historia durante el tiempo que tomaba
recorrerlos. Del contubernio entre narración e imagen nace la ilustración, y de
las nupcias de ésta con la secuencialidad
brotan el comic y el cine. Hacia el último tercio del siglo XIX Grandville,
Caran d’Ache, Wilhem Busch dibujan historias o historietas visuales que
incorporan el tiempo por continuidad o segmentación. Está abierta la vía para
que el cinematógrafo -que los hermanos Lumiére llaman “una invención sin
porvenir”- devenga un Arte, y amenace
con convertirse en El Arte por antonomasia, que somete todos los demás a su
servicio.
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De cuantas narrativas
surgen del sueño, el cine es la que más se parece a su origen. Como en
la pesadilla, un mundo con apariencias de realidad se desenvuelve y nos
envuelve, seduciéndonos a aceptarlo a pesar de su palmario divorcio de la
realidad. En la ensoñación, cuando dudamos de lo que vemos despertamos; en el
cine dejamos la sala. La diferencia esencial entre la narrativa onírica y la
cinematográfica es el punto de vista. Vivimos tanto la realidad como el sueño a
través de la perspectiva de nuestras retinas. En la vida percibimos lo que ven
nuestros ojos, en el cine, lo que ve la cámara, que se mueve independientemente
de nosotros. Conozco apenas una película –Lady
of the Lake, de Robert Montgomery (1945)- en la que asistimos al desarrollo
de la historia desde los ojos del protagonista, cuyo rostro sólo percibimos en
el breve instante en que se mira en un espejo. La visión del sueño, como la de
la realidad, es subjetiva; la del cine, aparentemente objetiva. En la pantalla
nos parecemos a Dios: podemos seguir la historia desde todos los puntos de
vista, atisbando detalles que no conoce el protagonista, con el casi imperceptible
vaivén que nos lleva del plano al contraplano, del picado al contrapicado, del
plano general al medio, al americano, al primer y al primerísimo primer plano,
del flash forward al flash back. En la lectura y el sueño
somos activos: a partir de indicios
reinventamos rostros, voces, ámbitos.
En el cine somos pasivos: todo se nos entrega hecho e inmodificable. En el sueño somos artífices de nuestro destino; en el cine, juguetes de él. Sólo
excepcionalmente una película experimental nos ofrece un final alternativo, o
se impone tardíamente el que el director deseaba al retomar el control del
montaje. En el sueño somos protagonistas, en el cine, espectadores. Y sin
embargo, nadie ha podido explicar verosímilmente el conjunto de operaciones
mediante las cuales producimos esa obra nuestra, lo soñado. Quizá sea ya
posible un film del cual no despertemos nunca, que ocupe el resto de nuestras
vidas.
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El cine se define por acciones externas; transmite lo que
capta la cámara; sólo alude a lo interno por connotación. No puedo escribir en
un guión que la protagonista está triste:
lo insinúo por el lenguaje
corporal, la expresión facial, la relación con personas u objetos, el ambiente,
el sonido. Existe una retórica visual que replica la literaria, pero sin
palabras. Nada menos eficaz que el monólogo interior contradictoriamente
externalizado por el audio. Al dormir, todo brota de la interioridad y dentro
de ella se desenvuelve. El cine, confabulación de lenguajes estéticos,
construye la subjetividad mediante lo
objetivo.
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Como la del ensueño, la narrativa fílmica distorsiona el tiempo. En la vigilia éste
sólo es modificado por el estado de ánimo: el aburrimiento es eterno, la dicha
fugaz. En cambio en el cine se emplea excepcionalmente el tiempo real, que apenas plasman en tomas
extensas estetas como Miklos Janczó. Los intereses de la producción o el gusto
del público comprimen la narrativa fílmica en la hora y media del largometraje, la media del
mediometraje, los minutos del corto: dentro de ellos pueden transcurrir días,
años o siglos; el pasado sigue al presente o es preámbulo del futuro. En los
albores del cine operaba Chaplin el milagro con una toma de EL LIBRO DEL
PASADO. En el presente ya no es necesario ni siquiera recurrir a la
disolvencia: Matsube Kobayashi en Harakiri
(1962) la sustituyó por el simple corte. El espectador actual está adiestrado
para adivinar si una sucesión de tomas lo remite al pasado, al futuro o a la
subjetividad del personaje, como sucede con las
intercalaciones alucinatorias en Las tentaciones
del doctor Antonio (1962) y en Giulietta de los espíritus (1965) de
Fellini.
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El sueño es obra individual; el cine, colectiva. Quiere la
división del trabajo que la narrativa fílmica pase consecutivamente por las
manos del guionista, el productor, el
director, el camarógrafo, los actores, el musicalizador, el montajista. Cada
uno desdibuja la idea original. El resultado se parece al de la
imprevisibilidad del sueño. A veces parece que cada quien trabajara en una
película distinta. No creo que sea casual la cantidad de obras maestras en las
cuales guionista y director son la misma persona: Serguei Eisenstein en El acorazado Potemkin (1925), Orson
Welles en Ciudadano Kane (1941),
Fellini en La Dolce Vita (1960), 8 y Medio (1963), Amarcord (1973).
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Mucho tardó el teatro en liberarse de las tres unidades básicas de lugar, tiempo y acción del drama. El cine lo hace desde sus primeras narrativas. Intolerancia (1918), de David Warck Griffith nos traslada en movimiento pendular desde la Babilonia antigua a la pasión de Cristo, a la noche de San Bartolomé en Francia y a la ejecución de un huelguista estadounidense. Desde el primer momento la narrativa del cine opera mediante la multiplicidad de planos, el travelling, el contrapunto, esa técnica musical renacentista que desarrolla, contrapone y concilia temas distintos en una misma composición. Ya los hermanos Lumiére registraban prolongadas tomas desde coches y trenes en movimiento. Abel Gance en Napoleón (1927) sigue la trayectoria de las bolas de nieve en una batalla infantil. Al mismo tiempo que infringe barreras de tiempo y espacio, el cine violenta las de la racionalidad. George Meliés conquista los imperios de la alucinación; Salvador Dalí y Luis Buñuel los del delirio con Un perro andaluz (1929). Vuelta al sueño primordial por la puerta grande de la tecnología.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.
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