domingo, 28 de septiembre de 2008


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Así como hay individuos fundados sobre un viaje, hay países constituidos por la relación de un Éxodo. El Descubrimiento de América, que resulta de la fantasía de Marco Polo, y su Conquista, que se alimenta del delirio de El Dorado, paradójicamente sujetan la literatura de viajes al trivial pragmatismo de instructivos para el apoderamiento del mundo. Colón confunde el Delta del Orinoco con el Paraíso y Walter Ralegh las fuentes del Caroní con Manoa, pero sólo como señuelos de una literatura promocional que predica la conquista, la colonización y la inversión provechosa en los dominios ultramarinos. Sobre cada uno de estos textos se construyen imperios. España en expansión escribe la Crónica de Indias, Inglaterra predatoria las errabundas parábolas de Daniel Defoe, de Jonathan Swift, de Robert Louis Stevenson.
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El mito central de Estados Unidos parte de dos viajes: uno fundacional, el del Mayflower, y otro expansivo, la infatigable acometida hacia los territorios ajenos que llamaron fronteras. Casi no hay obra maestra estadounidense que no narre una trashumancia. Desde Moby Dick hasta Huckleberry Finn, desde Hojas de hierba hasta Arthur Gordon Pym; desde On the road hasta The movable feast, intentan todas escapar de una frontera o un destino que se cierra. Y sin embargo, en algún momento las marchas occidentales acompañadas de aparatosas fanfarrias de carga dudan de si mismas. Si Ridder Haggard, Rudyard Kipling, Jack London, Joseph Conrad en sus primeros textos parecen complacerse por la intrépida penetración del civilizado en las vastedades, en sus narrativas maduras arrojan una atroz duda sobre la conveniencia de perturbar al pagano, que Kipling apostrofa como “medio demonio y medio niño”. Pero el niño Kim aprende del Lama el vértigo de la visión de la totalidad, sin poder enseñarle ninguna de sus estratagemas de espía. El demonio Kurtz se extingue en El Corazón de las Tinieblas sin haber podido iluminarlas ni iluminarse; el capitán Spender, de Crónicas marcianas, vuela al planeta rojo y muere transmutado en marciano. Quien viaja para convertir al otro, termina convertido en él.
7
La modernidad inaugura otro avatar del viaje. No es ya el peregrino quien va a ser asombrado por la vastedad del mundo. Es el mundo el que debe quedar atónito ante la inagotable exhibición de los utensilios mediante los cuales el civilizado afirma su irresistible ascensión al dominio del planeta. Encerrado en el útero del Nautilus, perforando la selva en el elefante mecánico movido a vapor, surcando los aires en la cabina del Albatros, circundando la luna en el proyectil disparado por el Columbiad, pasando de vehículo en vehículo para completar la vuelta al mundo en ochenta días, el viajero mide, pesa, cataloga, registra un mundo sometido a la avasalladora conquista del progreso, Construir la máquina es hacer el viaje, cuya finalidad última es anular la diferencia entre el punto de partida y la meta.

(texto/fotos: Lbg)

1 comentario:

Anónimo dijo...

me ha sido muy grato leer su artículo profesor, leyéndolo detenidamente he viajado a lecturas pasadas y he traido de vuelta viejas sensaciones, emociones de viajero, de aventurero ... el viaje, el paseo, el desplazarse de un punto a otro del plano son temas que me apasionan, como la vida misma que también es un viaje, hacia uno mismo y hacia el encuentro con los otros y las otras ... pasaré cada domingo por aqui, saludos ... ycc