sábado, 20 de diciembre de 2008

LA GATA DE ESTAMBUL


Allí está. Por ella el Creador imaginó los océanos y discurrió los peces y concibió este paso entre mares por el que durante eternidades pelearon hititas y sumerios y tirios y troyanos y griegos y frigios y persas y romanos y anatolios y cristianos y creyentes y traficantes de seda y contrabandistas de pimienta y clasificadores de ángeles y fraguadores de mosaicos y alarifes de murallas y custodios de harenes y forjadores de imperios y destructores de teogonías, allá en el dédalo de callejuelas cerca del celeste Topkapi, en el callejón de los restoranes al aire libre donde tantos tontos se sientan en almohadones a chupar sus narguiles, la gata de Estambul goza de sí misma sobre una rejilla a ras de suelo de la cual dimana un delicioso aire cálido de sala de máquinas o cocina que incluso en la fresca noche le esponja frescamente el pelo: el enclave que sirve de centro al mundo fue dispuesto por el Creador para que de él zarparan las barcas que largan redes y las redes que se tejieron para que fueran atrapados los peces y los peces que fueron originados para que los cocineros los abran y las olivas para que su aceite los fría y el restaurante para que la delicia nos impida pensar y el pensamiento para comprender que lo único más perfecto que la gata es la muchacha que le ofrece un trozo de pescado sazonado con especias: para esto fue la Creación: si la gata fuera agradecida, prorrumpiría como los almuecines en la infatigable loa de la perfección de lo creado; pero en lugar de eso ni siquiera maúlla.

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