Luis Britto García
Durante mucho tiempo tuvimos un
imaginario agobiado de héroes. Por siglos nuestra modesta existencia amenazada
no encontró otra manera de crecer que la batalla.
En medio de los estrépitos de la
gloria casi olvidamos que no hay hazaña mayor que la idea.
La ocurrencia, hija valiente de la
realidad y madre fecunda del devenir, única chispa que ilumina nuestro presente
y clarifica el mañana.
Toda ciencia, incluso la del vivir,
es triste, y para soportarla requiere el
paliativo de la sonrisa.
Por espontánea, la sonrisa es el más
difícil de los gestos. Nunca se la puede fingir bien, siempre necesitamos algo
que legítimamente la provoque. Corresponde al humorista la dura tarea de
enternecer la expresión a partir de la tristeza del mundo.
No importa cuán profundamente las
maquinarias del dolor hayan trabajado la conciencia del sonreído: sólo abren el
surco para la semilla que permite soportar la vida.
Abrir el postigo de la alegría en las
más tenebrosas estancias es un deber humano: la ciencia explica el mundo a
partir de las ecuaciones y el humorista a partir del amor.
Es necesario un redentor que cumpla
la hazaña de atribuir su justa proporción a las cosas y nos haga tomar en serio
la levedad de los instantes.
Así nace el humorista, peatón andante
investido con las invencibles armas de la indefensión ante el mundo.
La demostración irrefutable de que no
se puede estar con la derecha consiste en que durante más de un siglo ésta no
ha producido un solo humorista que valga la pena.
El risueño endominga la existencia
reconociendo sus miserias como el abono de la flor misteriosa que brota en los
intersticios del pensamiento.
Graduado en la inventiva academia del
autodidactismo, Aquiles Nazoa nos convida al pan de la sabiduría ahorrándonos
las preceptivas enfadosas del escalafón y la academia.
Viene Aquiles al mundo real como hijo
del panadero, como muchacho de los mandados,
como barrendero que limpia las polvaredas del tedio, como botones que
abre los cuartos del hotel de los
misterios, como guía turístico que explica las maravillas de lo que
pudiera haber sido, como empaquetador de periódicos que traen las noticias
imaginarias, como clasificador de clichés fotográficos y lingüísticos, como
corrector de pruebas de textos escritos en los lenguajes del sueño.
Entre tantas profesiones de
supervivencia debió Aquiles haber sido guardián de un zoológico franciscano, donde gozaran de
libertad los humildes animales que él
tanto amó: el can corriente y moliente, el burro, el modesto cochino, y también
sus mascotas entrañables: el caballo que era bien bonito, la tortuguita que de
tan fea parecía hermosa, el elefante del libro Mantilla.
De muchacho deserta Aquiles de la
legión de los poetas que se han contentado con contemplar el mundo, sabiendo
que su verdadera misión es crearlo.
Como escritor, como guionista, como
dramaturgo, como crítico de arte, como historiador, como conferencista, como
ñángara, como militante, como preso y
exiliado político, como inventor y partícipe de tantos periódicos humorísticos
a los cuales gobiernos patibularios allanaban las imprentas y mataban a tiros
los pregoneros, enseñó Aquiles que la tarea no es tomar la realidad como
tema sino hacer de la realidad la obra
de arte.
Difícil de creer es hoy que estuviera
proscrito el apellido de uno de los más excelsos poetas, al extremo de que
tanto él como su hermano Aníbal debían publicar con seudónimos, y cuando
arribaban a los grandes medios no tardaban las fuerzas de la amargura pedante
en vetarlos.
Tras acceder a la televisión
comercial con su Teatro para Leer, fue expulsado de ella por una jerarquía
eclesiástica que no pudo tragar “La torta que puso Adán”. Tras destellar en la
televisión pública con “Las cosas más sencillas”, fue borrado para siempre por
una borrosa mano que sólo sabía eliminar cintas.
Pero ninguna garra podrá desvanecerlo
de su Caracas física y espiritual, la ciudad a la cual amó tanto que debió
exiliarse en Villa de Cura, lejos de los defectos que le impedían quererla
mejor.
En vano pretendieron los exquisitos
categorizar como cultura todo lo que se hacía en otra parte. Aquiles edificó
una poética a partir de los materiales humildes del acontecer aldeano, de la
vasta odisea de los iletrados.
En lugar de encumbrarse en la torre
de marfil, zanqueó Aquiles con pantalones arremangados las aguas donde beben
los ruiseñores del Catuche, topografió la Caracas que era un océano de tejas
donde pescaban ratones los gatos.
¿Qué quiere la ciudad? ¿Adónde va,
desde que se echó en un sitio fijo, emprendiendo una misteriosa ruta en el
tiempo?
Nadie como el citadino vive en medio
de esta farándula de gestos y signos ensayados. En la urbe, a diferencia de la
aldea, es imposible que todos se conozcan, por lo que rangos, posesiones y
destrezas han de ser representados o fingidos, con ostentación directamente proporcional a la
miseria que encubre.
Caracas pudo haber sido otra,
nosotros debimos haber sido diferentes. Aquiles rescató para la memoria de esta
representación lo menos imperdonable.
La ciudad diariamente se remienda a sí misma
con la paciencia de una vieja señora que sabe que ya pasó la edad de los
estrenos.
Por la urdimbre de sus pespuntes
seguimos el tejido precario de la cotidianidad.
Allá avanza su aguja para coser
retazos de pasado amarillento como el Pasaje Capitolio con futuros tan infortunados
como el Cubo Negro.
Una urbe es voz múltiple de espacios y de
formas, concierto y desconcierto de disciplinas e indisciplinas, desorganizada
improvisación colectiva que sólo por la armonización del amor puede dar la nota
justa.
Vaga por ella desasosegado el habitante, y
sólo la comprende el poeta que no es comprendido por nadie.
De todo el tumulto metropolitano quedan unos cuantos
fetiches a los cuales investimos de los mismos sentimientos que secretamente
abrigamos hacia nosotros mismos: desdén, ternura, aceptación o rechazo.
Estas reliquias, como todas las del
mundo, sólo valdrán por el fervor que les comuniquemos.
Aquiles ya está en el pequeño Panteón del alma
que alegramos con flores silvestres todos los venezolanos.
Su sonrisa hace falta en el otro Panteón,
donde entristecen tantos héroes ante las lluvias de amarguras que suelen
azotarnos.
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