1
Decía Pedro León Zapata a un turista que le contaba sus maravillosos
viajes: “Está bien, pero no me humilles”. Por casualidad vuelvo a ver Tan cerca, tan lejos, de Wim Wenders,
película sobre ángeles caídos que deben aprender a ser humanos, es decir, a
soportar la soledad. Frase tras frase fulminante me hiere, Algunos hemos caído
sólo para presenciar de lejos el genio incomunicable. Está bien, pero no me
humillen.
2
Raro es el genio longevo. La mayoría son prematuros tanto en su cegador brillo
como en su temprana partida. Pero cuál es el apuro. O no soportan el peso del
talento, o quizá peor, no aguantan la compañía de quienes no lo tienen.
3
En el último movimiento de la sinfonía de Haydn Los Adioses, cada uno de los maestros que termina su parte apaga la
luz sobre la partitura y abandona el atril. Llega el momento para una
generación en el que los intérpretes se van marchando, se notan cada vez más
los atriles vacíos, no importa si han completado o no su pieza, importa no desafinar el acorde final.
4
Camino por el Centro para hacer alguna diligencia y veo torrentes de
niños para quienes no seremos ni un recuerdo. Pero ellos a su vez caminarán por
calles purificadas de memorias, hasta que les toque confundirse con una. La misericordia
del mundo es el olvido. Barahunda de los que vienen y los que se van.
5
¿Adónde van los que se van? Cyrano de Bergerac sostuvo que las cosas
perdidas iban a dar a la luna. Los seres perdidos caemos en la tierra. No hay otra explicación para la persistente
sensación de extrañeza, para nuestro desacomodo, nuestra desorientación,
nuestro desencuentro. Estábamos tan extraviados
en nuestro sitio de origen que nos desencontramos para venir a dar en este
rompecabezas donde todos somos extraños, raros, inadaptados, perdidos.
6
Pero si estamos tan perdidos, por qué los encuentros fortuitos. Frente
al Teatro Principal me topo de casualidad con Cecilia Todd. Allí empieza la
nueva ceremonia de la convivencia cívica. No se puede caminar con una
celebridad sin que nos persigan para tomar selfies junto al dueño o la dueña de
un celular. Es conmovedora la manía de guardar en un teléfono imágenes que no
contestan llamadas, pero que pudieran oir las conversaciones. El telefonomóvil
es un nuevo álbum que custodia nuestro
mundo. Alguien la piropea: “La música y las letras”. Cecilia sonríe. El reloj de Catedral parte el
día por la mitad.
7
Encontramos al embajador Arévalo Méndez y su señora, almorzamos. Hace
dos décadas, el único signo de humanidad en el centro de Caracas eran unas
sillas de madera que prestaban a los ancianos para que leyeran el periódico en
la plaza Mayor. A las cinco de la tarde retumbaba un trueno de santamarías que
bajaban los comercios, y los peatones despavoridos huían como si se tratara de un toque de
queda. Ahora apenas pisa uno la plaza Bolívar ya están por allí Manuelita Saenz
con su uniforme de coronela conquistado en Ayacucho y José Félix Rivas y
Vicente Salias, que ganaron el derecho a nunca irse. Si se rumbea hacia el
Norte, se reencuentran los patios amables de la Casa de Martí y los mosaicos caleidoscópicos de La
Casa de las Letras y los corredores del Museo Colonial, como
para zambullirse en siglos. Todo iba a ser derruido por la pala mecánica, hasta
que la memoria la detuvo.
8
Ciudad, falso remedio contra la soledad. Del encierro de las cuatro
paredes o de la conciencia se puede salir para intercambiar saludos o insultos. La ciudad moderna se vuelve más aglomeración
que contacto. La ciudad sólo existe en la calle, donde cualquiera puede
abordarnos, o en esa calle inmóvil que es la plaza, donde por fin llegamos a lo
que somos. Así como el reposo de la casa es el patio, la plaza es el solaz de la ciudad.
9
En el poblado indígena y el colonial la plaza era fiesta perpetua. Ahora
cada vez que se llega a la plaza Bolívar están las ardillas grises y el
recuerdo de la pereza y a lo mejor la Banda
Marcial y seguramente niños y sopranos líricas y desde luego
boleristas y por qué no joroperos y bailarinas con cayenas en la cabellera y señores mayores que sacan a bailar a sus
parejas mientras el sol de los venados
dora el bronce de la estatua ecuestre que por un instante parece que también
danzara en su gran embestida hacia el Sur. Un huracán de pétalos de papel
pintado clausura la francachela, y mientras cae, Cecilia y yo nos preguntamos
por qué ese día perfecto. Esa mañana daba yo en otro rincón de la plaza uno de
los tantos adioses a Galeano. Esta fiesta ingenua, popular y esperanzada se le
parece. Guiñando el ojo cómplice del misterio, Eduardo nos despide.
(TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO)
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