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Toda sociedad es espectáculo. Acudamos a nuestras
comunidades Yanomami, las menos aculturadas entre las originarias, y
encontraremos que sus integrantes se pintan y decoran para convertirse en obras
de arte ambulantes, viven inmersos en rituales que no controlan la naturaleza
sino la cohesión del grupo, no sólo viven en exhibición perpetua sino que nacimientos,
iniciaciones, fiestas, exequias, son ceremonias colectivas en las
que todos participan. ¿Habrá existido una sola sociedad exenta de esta
escenificación simbólica? Hasta los radicales jacobinos decretaron Festivales
de la Diosa Razón ,
y los incrédulos positivistas Templos de la Ciencia.
La mutación que lamenta Guy Debord en su ahora clásico
libro La sociedad del espectáculo
es la progresiva delegación de la participación en los ritos sociales en
intermediarios, aparatos, medios.
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En las ceremonias colectivas de la antigüedad la
participación era total. No había un ciudadano libre que no se movilizara para
pasar una noche entera atento a La
Orestíada o semanas completas en los juegos olímpicos. Así
como nuestro modo de producción opera la expropiación del capital y su masiva
concentración en un número cada vez menor de manos, el capitalismo expropia la
participación de las muchedumbres de espectadores y la concentra en un número
cada vez más reducido de protagonistas: multimillonarios, vedetes, políticos, o
sea, figuras mediáticas que representan ante multitudes pasivas.
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La ocasión hace al ladrón, y a veces al libro. Aparece La sociedad del espectáculo en 1967,
como expresión de una protesta juvenil y preámbulo de un Mayo Francés
igualmente simbólicos. Los jóvenes lucían cabello largo, indumentarias
coloridas y desarrapadas. Los contestatarios se expresaban en el estilo caro a
los “situacionistas”, pintarrajeando muros con consignas fulminantes:
“Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, “Los que hacen revoluciones a
medias cavan sus propias tumbas”.
Marchas y contramarchas esencialmente alegóricas dejaron
apenas tres muertos: un infeliz policía
que cayó bajo su caballo, el régimen de De Gaulle, quien renunció poco después
tras ser derrotado en un referendo, y la propia izquierda, que por no atreverse
a completar la Revolución
cavó su propio sepulcro de mediocres claudicaciones. Quien reduce su rebelión
al espectáculo, termina dando la cómica.
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El libro de Debord debe ser por tanto leído con espíritu
crítico y autocrítico. Desde su publicación, nos han convencido de la validez
de sus asertos medio siglo de políticos telegénicos, guerras excusadas con falsos atentados, excomuniones
y beatificaciones televisivas, golpes de Estado mediáticos y estratificaciones
sociales consagradas por el consumo ostensible. Así como el capitalismo
confisca los medios de producción, su superestructura requisa la realidad. De
la misma manera en que el capitalismo provoca crisis de sobreproducción
material vez más graves, sus aparatos ideológicos precipitan crisis de sobreproducción
simbólica hasta la incredulidad generalizada y la anomia conceptual: vale
decir, la postmodernidad, con su alegada “Muerte de la Historia ”. El mismo
Debord, en sus posteriores Comentarios
sobre la Sociedad
del Espectáculo, afirmó en 1988 que: “La valiosa ventaja que el espectáculo
ha obtenido de este colocar fuera de la ley a la historia, de haber
condenado a toda la historia reciente a pasar a la clandestinidad y de haber
hecho olvidar, en general, el espíritu histórico en la sociedad, es, en primer
lugar, ocultar su propia historia: el movimiento de su reciente conquista del
mundo”.
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Pero no es sólo el capitalismo lo que naufraga en el
laberinto de las representaciones. La tentación del espectáculo también invita
a la izquierda a sustituir el ser por el
tener y el tener por la apariencia. En su “Prólogo a la tercera edición” en 1992, afirma Debord que “Esta
voluntad de modernización y unificación del espectáculo es la que ha conducido
a la burocracia rusa a convertirse repentinamente, en 1989, a la actual ideología de la democracia: es decir, a la libertad dictatorial del mercado,
atemperada por el reconocimiento de los derechos del hombre espectador”.
Y también, “La coherencia de la sociedad del
espectáculo de alguna manera ha dado la razón a los revolucionarios, puesto que
se ha visto claramente que no se puede reformar el detalle más insignificante
sin deshacer el conjunto. Pero, a la vez, esa coherencia ha suprimido cualquier
tendencia revolucionaria organizada suprimiendo los terrenos sociales donde
ésta había podido expresarse mejor o peor: del sindicalismo a los diarios, de
la ciudad a los libros. De una sola vez ha podido ponerse en evidencia la
incompetencia y la irreflexión de las que esa tendencia era portadora natural.
Y, en el plano individual, la coherencia reinante es muy capaz de eliminar, o
comprar, algunas eventuales excepciones”. Como
señalé al final de mi libro La máscara
del Poder(1988): “Mientras busquemos el Poder a través de la máscara, la Máscara nos tendrá en su
poder”.
(TEXTO/FOTO:
LUIS BRITTO)
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El pensamiento del Libertador: Economía y Sociedad:
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