viernes, 26 de septiembre de 2014

LA ORGÍA IMAGINARIA / EL ÁNGEL


Pero luego aprendí cómo había pecado
Aún sin tener alas, corría tras un ángel
Era como esparcir simiente sobre roca
Vociferar al viento creyendo hablar con Dios
Miguel Ángel: Soneto XXVII
Muy joven, cuando apenas comenzaba a descollar en el taller, concibió Michel Angelo la idea de esculpir una montaña. En la cara recibió por ello un martillazo, dado por su maestro El Torrigiano, a quien semejante idea produjo vértigo y deseos de reducir las cosas a sus verdaderas dimensiones. Desde entonces, las obras del Angelo sólo
fueron proyectos, aproximaciones a las diversas etapas de su manía, que iban desde la figura sedente, que aceptaba la forma natural de la
montaña, hasta la figura de pie, que la desafiaba y, por decirlo así, la menospreciaba. Por cierta clave en la configuración de las cabelleras y de las articulaciones se puede adivinar la montaña para la cual estaba reservada cada obra como modelo. La forma de los músculos armonizaba con y sólo con los bancos de nubes que debían enjugarlos y untarlos como algodones empapados en aceite. 

Asomó esta idea al Papa Giulio II della Rovere, quien enloqueció de terror y retardó la
respuesta. Desde entonces, discutían de la obra al encontrarse a solas. Sin dar una respuesta definitiva, Giulio II le encargaba un proyecto tras
otro, no sabiendo si sentir admiración o repulsión por la idea. Enormes frescos le anticiparon el aspecto que tendría a vuelo de ángel una
Europa cuyas cordilleras hubieran sido totalmente esculpidas. La idea de un templo que tuviera por bóveda los cielos lo tentaba y a la vez lo
amedrentaba. Algo le decía que un tal templo sería el anuncio del fin de los tiempos, a la vez consumación de la gloria y pecado. No escapaba
a Giulio II ni a Michel Angelo que la realización de este proyecto requería y por lo tanto implicaba la dominación de la teocracia absoluta sobre todos los hombre. Esta razón sólo hacía inevitable emprenderlo, pero sobrehumana la responsabilidad. Giulio della Rovere murió, y el
proyecto fue acogido sucesivamente por los Papas Leone X, Clemente VII y Paolo III Farnese, quienes para emprenderlo autorizaron la venta
de nuevas indulgencias para remplir de recursos las arcas pontificales y exasperaron más que nunca la polémica contra los gibelinos. Estas medidas encontraron perdurables respuestas. La cristiandad dividida y los señores de la espada escupiendo sobre las llaves de San Pedro serían otras tantas montañas que fueron a caer sobre la Santa Sede.
Miguel Angelo llevó entonces su propuesta a los señores de la espada, y estos, reconociendo cuánto debía su triunfo a la megalomanía
ensimismada de aquél, declinaron acogerlo, temiendo ser a su vez castigados por una tercera fuerza, de la cual entonces apenas algo se
barruntaba. Sólo Cósimo de Médicis se atrevió a asumir el proyecto. Y la espada segó el mundo. Y fue a su vez abatida por el oro que ella misma había pillado.

Ahora la sombra de Michel Angelo propone este proyecto a las plutocracias y todas las restantes cracias, con la adicional y probada
advertencia de que tan funesto es adoptarlo como rechazarlo. Graves economistas disertarán que, no habiendo forma no catastrófica de invertir el excedente económico, ésta será la ideal. Las juntas de turismo lo harán inevitable. Para llevarlo a cabo o para evitar su cumplimiento se consolidará un nuevo poder y caerán otros. Todo seguirá girando
alrededor de estos colosos. En su última versión, la idea de Michel presuponía la talla de planetas y tal vez de universos enteros. Y la tierra o el mundo serán, a vuelo de Ángel, algún día, e inevitablemente, como la cabeza de un
hombre a quien un martillazo ha dejado la faz machacada.




(TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO) 

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