sábado, 15 de febrero de 2014

PIRATA, DE LUIS BRITTO GARCÍA



Por: Gerónimo Pérez Rescaniere
      “Soy el más magnífico caballero que vieron los siglos y en este instante cumplo la más alta haza­ña que imaginaron los hombres: desde ahora y para las edades incontables de la eternidad conquisto el per­fecto, bello, rico, grande y poderoso imperio de El Do­rado. Soy en guerra feroz, en poesía leve, en raciocinio escéptico y neoplatónico: en torno de mí forman las gracias y los dones trenza más apretada que las aguas estruendosas que derrámanse por estas cataratas guar­dando en sus linfas el fulgor de oro de sus cabeceras en la gran laguna aurífera que circuyen pueblos her­mosos, grandes y ricos con muchedumbres de gentes espolvoreadas de oro que no esperan sino mi llegada para rendírseme, para obedecerme cual nuevo sol de las bellezas y de los ingenios, mientras me circundan el satélite de la esquiva luna y la nombradía de mi glo­ria”.
Imposible texto más garrido para inaugurar un discurso o un libro sobre el Western Design que éste con que Luis Britto García inicia su novela Pirata. Son 465 páginas de construcción de la cosmovisión británica del siglo XVII, asaltante, cruel, talentosa, dialogante con un Cristo que no es de bondad sino de fatalismo y de oro. Más que a los barcos españoles, más que al viento, Raleigh  -Britto recoge la dicción Ralegh-increpa al Cosmos por escamotearle el choque con la Invencible Armada al que se preparaba de punta en blanco y loco. En vez de espadas y barcos, recibe a un niño con cara de ángel, a quien levanta por los cabellos y mientras lo transporta por el aire, bautiza  como Hugh Godwin, abriendo con ello una contabilidad de crueldades al tiempo que una parábola argumental destinista que es excepción en la obra de Britto.
     Hay cosmovisión,  claro, pero también anécdota exterior, desarrollo en hombres y cosas visibles de ese mundo que es Inglaterra y es el Caribe en el momento en que lo invade Inglaterra. Aunque la gesta imperial  había empezado unos cincuenta años antes, justo con las visitas de Walter Raleigh a Venezuela y a Virginia en el Norte, es con Oliver Cromwell y la revolución burguesa con la que se expande con fuerza de fuelle el poder de las islas británicas.
     Lo ansiado no son ya los espacios del Norte, de los actuales Estados Unidos, es la actual Latinoamérica. El Western Design ha sido ignorado por los historiadores latinoamericanos a pesar de ser una clave verdadera de nuestro destino. Excepción: Germán Arciniegas, en la Biografía del Caribe, con la que inauguró su destino de genio sinvergüenza.
       Tanto en el proyecto de Norteamérica como en éste de Suramérica, estuvo Oliver Cromwell, en el del Norte como conspirador puritano, miembro de una secta que un día se montó en un barco llamado Mayflower y desembarcó en la boca de un río que hoy se llama Hudson. En el del Sur y Centroamérica como omnipotente Lord Protector de Inglaterra. Es el Western Design y la narración lo transmite a través de la voz de Thomas Gage,  padre del design, en cuanto ha pintado a la América española como cosa dignísima de robar: “En ciudad de México realzan aún más la natural hermosura de los caballos los arneses tacho­nados de piedras preciosas, las herraduras de plata y cuanto puede hacer más suntuoso y magnífico su aderezo.   Las piedras preciosas y las perlas están allí tan en uso y tienen en eso tanta vanidad, que nada hay mas de sobra que ver cordones y hebillas de diamantes en los sombreros de las señoras, y cintillos de perlas  en los de los menestrales y gentes de oficio. Hasta las negras y las esclavas atezadas tienen sus joyas, y no hay una que salga sin su collar y brazaletes o pulseras de perlas, y sus pendientes con alguna piedra preciosa”.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          
     Oliver Cromwell es el prototipo del soldado burgués, estadista y criminal que hará grande a Inglaterra con tres políticas: a) proteccionismo: todo producto que ingrese a territorio inglés tendrá que hacerlo en barcos ingleses,  b) derrota de Holanda, rival terrible en lo industrial a causa de que ha proscrito la usura, c) vocación americana. Por los ojos de Gage presenciamos la discusión de Oliver con los “fanáticos” –es calificación de Britto-  de la Quinta Monarquía, cuya rebeldía parece acelerar la decisión del Protector de invadir América en una actitud equivalente a la del virrey Toledo cuando estimuló la expedición de Ursúa y Lope de Aguirre al río Amazonas para “desembarazar la tierra” de soldados conflictivos. Intervienen otros presentes en la escena, luego habla Gage sus ponderaciones, luego toma Cromwell su decisión y en un instantáneo vistazo percibimos la presencia en el salón de John Milton, redactor del Western Design, todo lo cual muestra la concentración dramática shakespeareana que saca más potencia a las acciones al presentarlas con unidad de tiempo y espacio. 
       Si el teatro concentra, el artilugio narrativo convierte una cosa en presente y otra en lo evocado. Es así que Gage está evocando en diálogo con Hugh Godwin, que de lindo paje con rostro de ángel ha devenido en monstruo con la piel de la cara manchada de sangre,  la escena con Cromwell, donde se le confirió el encargo. Evocación triste es la suya porque el que iba a ser rey de un mundo de diamantes, es amo miserable de Jamaica. Que la crueldad puede ser poesía es cosa conocida, Britto lo demuestra en un párrafo alucinante: “Un mosquetero sale gritando al patio: chilla que las negras lo han envenenado con las tortas y corre hacia la cocina, da molinetes con la espada, nadie lo detiene, no por temor a la espada, sino a los escupitajos del morbo de la peste que se le esca­pa al gritar: corre afiebrado entre  ollas, hiere una, dos, tres cocineras que caen con los senos velados en sangre tan roja como las escandalosas flores: el soldado y la última cocinera caen arrodillados frente a  frente: la mano del inglés suelta la empuñadura, pero la espada no cae, firmemente asentada en las vísceras de la negra”.
       La narración recupera los albores de los Estados Unidos donde hombres huidos de los Tudor y los Estuardo crean una sociedad comunista en la tierra nueva, abundante de indios elegantes, alces y manadas de millones de búfalos. Al final oímos una voz de pirata. Es hirsuta, trabajada por la libertad total y el crimen, viaja en un barco fantasma habitante por igual de aquellos mares y de su mitología: “Yo vi al Victoire una noche de agosto, mientras hacía la guardia de timón de las tres de la ma­drugada en el velero Lao, abatido por el vien­to de barlovento que soplaba hacia la Costa de las Perlas, en un mar en el que relampagueaban lejanas plumas de borrasca y la fosforescen­cia de las aguas rasgadas por la quilla apenas dejaba ver los números de fósforo de la brú­jula. Sin luces, sin señales, escorando trabajosa­mente, el mil veces herido y remendado casco del Victoire levantaba montañas de espuma que barrían una cubierta donde se afanaban mari­nos sonámbulos. Me pareció ver un arrecife, a tal punto la línea de flotación estaba devorada por el hervor de las vegetaciones y de los moluscos, a tal punto la tromba de gaviotas in­somnes graznaba sobre aquella masa flotante casi totalmente viva”. Magistral.
 (CIUDAD CCS, 16 de febrero 2014)






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