sábado, 22 de diciembre de 2012

FIN DE MUNDO


    Escribo esto el 18 de diciembre de 2012 para que salga publicado el 23, lo cual testimonia mi fe de que el mundo no se  acaba el 21. Pero si sucede, nadie sobrevivirá para burlarse de mi equivocación.
    Lo que hace poco creíble el fin del mundo es su falta de puntualidad. Platón decía que transcurridos 25.000 años, todo lo ocurrido volvería a suceder, pero al revés, y así sucesivamente. Creían los estoicos que el mundo se consumiría en un cataclismo, tras el cual todo se repetiría exactamente igual, y así por la eternidad. Seguimos esperando.
   No hay mitología que no suministre  partida de nacimiento y  de defunción del mundo. Creen los hindúes que tras cuatro Yugas éste perece en la Kali Yuga, para renacer indefinidamente; los escandinavos, que su extinción llegará como Gotterdammerung o Crepúsculo de los Dioses. El Calendario Maya no va más allá del 21 de diciembre de 2012, pero ningún calendario puede ser infinito, salvo por repetición teórica. El Apocalipsis de San Juan pronostica que las estrellas caerán a la Tierra, pero no dice cuándo. Predicaban los cristianos que el Fin de los Tiempos llegaría antes de que murieran quienes  habían conocido a Jesús. Fallecieron esos bienaventurados y el mundo siguió andando, por lo que se postergó la defunción del universo para un milenio después,  con idéntico resultado.
    Como las autoridades religiosas quedaron en ridículo, traspasaron  a adivinos, astrólogos y truhanes la tarea de fechar el Día de la Ira. San Malaquías predijo en el siglo XI que desde entonces habría 112  papas, identificaos con vagos sobrenombres. El penúltimo, “Gloria Olivae” correspondería a Benedicto  XVI Ratzinger, y el último sería un tal “Petrus Romanus”, tras lo cual “la ciudad de las siete colinas será derruida, y el Juez Tremendo juzgará a los pueblos”.  Roma ha sido arrasada tantas veces, que una más no cuenta.
    El médico y astrólogo Nostradamus compuso en 1555 una incoherente sarta de cuartetas proféticas susceptibles de cualquier interpretación. Una de ellas anticipa que en 1999 “del cielo vendrá un gran Rey de terror”. Pero desde el Empíreo sólo llueven augurios sin verificar. Según las Profecías de la Pirámide, el mundo se acabaría en 1980; parece que le dieron prórroga.
    Avergüenza decirlo: ni beatos ni brujos han concebido un solo final del mundo puntual o interesante. Los novelistas los han inventado más amenos. Citamos algunos ejemplos. Mary W. Shelley, la autora de Frankenstein, imagina en El último hombre (1826) que la humanidad perece por una plaga.  Edgar Allan Poe en “La conversación de Eiros y Charmion”(1839) alucina una catástrofe cósmica que cambia la atmósfera. Eugene Mouton en sus Fantasías (1883) prevé un planeta industrialista calcinado por “el exceso del consumo y el exceso de calor que llevan a la combustión espontánea de la Tierra y de todos sus habitantes”. H.G. Wells sueña en La máquina del tiempo (1895) un remotísimo futuro en el cual la tierra caerá en el sol,  en “La estrella” (1897) un choque con un asteroide que borra a la humanidad, y en El mundo liberado (1914)  un apocalipsis con armas nucleares. M.P. Shiel en La nube púrpura (1901) imagina a la humanidad envenenada por una erupción volcánica de gas cianógeno. En “El nuevo Adán” Julio Verne la describe ahogada por un crecimiento de los océanos. En Olga Romanoff (1894) George Griffith sueña una Tierra arrasada por el paso de un cometa. Karel Capek profetiza en Robots Universales Rossum (1920) la sustitución de la humanidad por proletarios artificiales, en Guerra con las Salamandras(1926), su derrota por los saurios inteligentes a los que convierte en trabajadores esclavos, y en Krakatik (1922), su fin por un explosivo capaz de reventar el globo.  
Desde entonces en la literatura apocalíptica recurren los mismos temas. Raramente se añade un desastre novedoso. Para James Elroy Flecker, en “La última generación” (1908) la humanidad desaparece porque decide dejar de procrear. En Mesías (1945) de Gore Vidal, se suicida masivamente porque un predicador la convence de que es mejor estar muerto que vivo. En “Entropía” (1971) preveo la muerte térmica de un universo en el cual la energía estará uniformemente repartida y será por tanto incapaz de mover absolutamente nada. En Abrapalabra (1979), supongo que el universo se bifurcará en  infinitos cosmos contradictorios, como luego lo postula la teoría de la inflación caótica formulada por Dimitri y Andrei Linde en 1993.
Pues acaso más excitantes que los fines del mundo previstos por la fantasía son los calculados por la ciencia. Según la teoría de la expansión del universo, éste seguirá  ampliándose hasta que sus componentes se distancien infinitamente.  Otra teoría postula que tal expansión se convertirá en contracción, hasta que toda la materia quede concentrada en un solo cuerpo de densidad inimaginable. La teoría del estado pulsátil predice que esta materia hiperdensa estallará, y que la expansión y la contracción se repetirán indefinidamente.
Si queremos saber de nuestro fin, es inútil consultar mayas, religiosos, hechiceros o fabuladores. Es preciso, por el contrario, vigilar lo que perpetran industriales contaminantes, imperios rapaces, científicos sin ética, gente común que no hace nada por detenerlos. Cada cual prepara su Apocalipsis particular, y entre todos podrían desatar el definitivo.
            Ni siquiera el Fin del Mundo acabará con quienes profetizan su final. Su fijación con la muerte del cosmos revela  la obsesión con la propia. Nada más ocioso que hipotetizar sobre la una o la otra. Como decía  Celestina, nadie es tan viejo que no pueda vivir un día más, ni tan joven que tenga la seguridad de estar vivo al día siguiente.
  
FOTO/TEXTO: Luis Britto
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