sábado, 19 de septiembre de 2009

LA CIENCIA QUE QUEREMOS


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¿Qué científico queremos? ¿Qué ciencia queremos? Es una pregunta tan básica y de tan difícil respuesta como plantearnos qué vida deseamos. Pero quizá sea la misma. Aspiramos a una existencia infinita que lo abarque todo; estamos condenados a otra transitoria y confinada a limitadas opciones. Determinan nuestra elección de un proyecto de vida o de ciencia los modelos que quisiéramos imitar, pero también nuestras capacidades, el medio, las oportunidades y bienes de que dispongamos.
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Kant afirma que la Historia es el proceso de realización de las potencialidades del hombre. Quiero todos los científicos y toda la ciencia que podamos tener. El conocimiento nos constituye en seres humanos. Deseamos una sociedad lo más humana posible, en la cual la mayoría los habitantes y de los recursos se dediquen al conocimiento. El problema del investigador o de quien fija una política científica es similar al que enfrenta el economista: establecer la óptima relación entre las necesidades y los bienes con los que puede satisfacerlas. Las necesidades económicas son potencialmente infinitas. También lo son los objetos a esclarecer que puede proponerse la ciencia. Ello requiere establecer jerarquías tanto entre necesidades como entre bienes.
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La ciencia no se produce en el vacío. La sociedad pone a disposición del científico tiempo para su trabajo, instrumentos, recompensas. Pero incluso el investigador individual encara una restricción de las opciones. No puede elegir todas las disciplinas a la vez. Dentro de ellas tampoco puede enfrentar todas las especialidades ni todos los problemas. El problema de la relación entre fines y medios es compartido por investigadores y sociedades. ¿Cómo establecen las sociedades esta relación? Al respecto apunta Oscar Varsavsky que “no es posible tener una política educativa coherente –universitaria o no- sino en el marco de referencia de un Proyecto Nacional de largo plazo, con características ideológicas y objetivos concretos bien definidos” (Hacia una política científica nacional 2006,64). Los proyectos nacionales rigen las políticas educativas y científicas en la medida en que determinan la asignación de recursos.
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Tales políticas deberían comprender la preservación y conservación tanto del conocimiento como de quienes lo crean. Deberían incluir normas para proteger de la patente por intereses foráneos los saberes tradicionales acumulados o los códigos genéticos de especies endógenas. Deberían estimular que los científicos formados en el país continúen sus carreras en él. Afirmó Carlos Lage que “Un millón de científicos y profesionales formados en América Latina a un costo de unos 30 mil millones de dólares, viven hoy en los países desarrollados y por sus innovaciones y aportes científicos debemos pagar o prescindir de ellos” (Lage 1999, cit. por Martínez Enríquez, “La globalización neoliberal y la libertad de movimiento: paradojas conceptuales y prácticas” 2006, 145).
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América Latina y el Caribe están lejos de aplicar sus capacidades de investigación científica de manera óptima a sus más urgentes problemas. Una maldición parece distanciar a la imparcialidad científica de la pobreza humana. Señala el Proyecto de Desarrollo Humano de Naciones Unidas que actualmente sólo el 10% del gasto total en investigación y desarrollo en medicina está dirigido a las enfermedades del 90% más pobre de la población (PNUD 2003,12). Hace notar Jean Ziegler que los países del Tercer Mundo, con el 85% de la población del planeta, sólo integran el 25% del mercado farmacéutico de éste. Añade que entre 1975 y 1996, los grandes laboratorios farmacéuticos desarrollaron 1.223 moléculas nuevas, de las cuales sólo once eran aplicables al tratamiento de enfermedades tropicales. Tal descuido es tanto más dañino si se tiene en cuenta que enfermedades como el paludismo, la tuberculosis, la enfermedad del sueño y el Kala-azar o fiebre negra, que casi habían desaparecido entre 1970 y 1980 gracias a campañas de entes como la Organización Mundial de la Salud, han reaparecido, al extremo de que en 2001 la enfermedad del sueño mató 300.000 personas, la tuberculosis 8 millones, y un niño moría cada 30 segundos de paludismo (Los nuevos amos del mundo 2003, 73).
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También señala el PNUD que la investigación agrícola está infradotada, porque muchos países de bajos ingresos apenas destinan el 0,5% de su PIB agrario a la investigación agrícola, el cual se concentra en proyectos sobre los cultivos de mayor valor comercial y las tierras de mejor calidad; y que para que dicha investigación favoreciera a los productores pobres de tierras marginales, debería centrarse en proyectos como los sistemas de multicultivos, la agricultura ecológica, las variedades de semillas de maduración temprana y los métodos económicos de maduración del suelo (PNUD 2003, 104). Por las mismas razones, concluye que “Dado que la mayor parte de los esfuerzos científicos no tienen en cuenta las necesidades de los pobres, es fundamental que la comunidad científica mundial –encabezada por los laboratorios nacionales, los organismos de financiación científica de ámbito nacional y las fundaciones privadas- trabaje con grupos de científicos en los países pobres para identificar los objetivos prioritarios en materia de investigación y desarrollo e incrementar considerablemente la financiación” (PNUD 2003, 24).
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¿Qué garantías tiene una determinada política científica de ser correcta? La investigación es una apuesta contra lo desconocido; toda política que intente organizarla debe resignarse a un grado de incertidumbre. Todo proceso cognoscitivo se propone precisamente la reducción de las incertidumbres. Cada sociedad plantea los problemas que le interesa resolver, les asigna prioridades y recursos y los aborda con su estilo peculiar. A tal sociedad, tal ciencia. Pero también, a tal ciencia, tal sociedad.

Versión en francés: http://luisbrittogarcia-fr.blogspot.com