Allá va una vez más víctima de sí mismo el incapaz de decir no a las mujeres y a los bazares. Casi cierra los ojos para mejor oler las cargas de especias que ondulan colgando de sus hombros: camina torpemente calzado con babuchas consteladas de espejitos; su tocado es estrafalario fez donde centellean felices el oropel y las cuentas de vidrio; ostenta chaleco de brocado, bufanda multicolor y camisa alucinante; tintinean sus bolsillos con cajitas de música; se tambalea casi doblado por el peso de abigarradas alfombras y variopintas fundas de cojines; escamado va de amuletos del ojo contra el mal que repiquetean entrechocándose; al cinto porta daga de latón y cimitarra de aluminio y pareciera tener mil manos que se esfuerzan para que no se le escapen tantas bolsas con diademas, camisas bordadas, cajitas estrelladas y estampados pañuelos y dijes, broches, plumas y dulces que exudan miel y dicha; bajo el brazo intenta retener el aparatoso narguile cuyo tubo parece una serpiente; en los bazares sólo se compra para regalar y sólo se regala para comprar; quizá derribado por tanta pacotilla se adose a la pared y se convierta en bazar él mismo, pero ya sólo venderá superfluidades a cambio de vacuidades hasta hacer el flujo de los resplandores, como el de la gloria, infinito: casi no puede moverse y en realidad no importa pues no tiene dónde ir: su perdición o su salvación es que ha gastado cuanto tenía en lo inútil: en todo lo que no hace falta para la vida y sin lo cual la vida no hace falta.
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