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La represión que casi desmanteló las vanguardias radicales resultó a la postre inútil. Sin convocatoria de vanguardia alguna, el pueblo insurgió espontáneamente el 27 de abril de 1989, y su movilización, sin plan ni objetivos precisos, sólo fue domeñada tras una semana sangrienta. A esta embestida de masas que habían quedado desprovistas de vanguardias siguió la de una vanguardia que no pudo coordinar de inmediato sus masas. Las rebeliones del 4 de febrero y del 21 de noviembre de 1992, al igual que el Caracazo, fueron pronunciamientos contra el plan de desnacionalización que avanzaba el bipartidismo. Pero no consistieron sólo en rebeliones militares: implicaron una estrecha colaboración con políticos y partidos izquierdistas para un apoyo de las masas que no pudo manifestarse de inmediato en forma eficaz. Su impacto no se limitó a lo castrense: actuaron como detonante de una incontenible protesta social que signó la década inmediata y sepultó al bipartidismo. Y demostraron que un movimiento social puede catalizar uno militar, y viceversa, para finalmente sincronizarse y cristalizar en el arribo al poder por la vía institucional de las elecciones, para iniciar un proyecto revolucionario.
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Sin embargo, así como no basta que un ejército esté de parte de la oligarquía para asegurar su eterna dominación, tampoco es suficiente que un ejército se declare a favor de la causa popular para que ésta devenga revolucionaria. La fuerza popular debe definir con precisión su ideología, organizarse, convertirse en una suerte de ejército civil revolucionario. Alistada en él, o cohesionada con él, debe librar la batalla por la hegemonía, que es la que decide verdaderamente la cuestión del poder. Esta confrontación se entabla en el plano social, económico, político, cultural. En las organizaciones sociales, como en el ejército, se ha de evitar la infiltración del enemigo; el uso del colectivo para fines individuales; el empleo de la fuerza organizacional para el pillaje; la falta de claridad sobre tácticas y estrategias; el otorgamiento de ascensos y comandos por causas distintas del mérito; la desmoralizadora acumulación de privilegios en los mandos y de sacrificios sin reconocimiento en la militancia; el premio de la cobardía y la recompensa de la traición; la tendencia a rehuir enfrentamientos y sustituirlos por capitulaciones o componendas; la propensión a convertirse en reflejo fiel del enemigo al cual se dice combatir.
La represión que casi desmanteló las vanguardias radicales resultó a la postre inútil. Sin convocatoria de vanguardia alguna, el pueblo insurgió espontáneamente el 27 de abril de 1989, y su movilización, sin plan ni objetivos precisos, sólo fue domeñada tras una semana sangrienta. A esta embestida de masas que habían quedado desprovistas de vanguardias siguió la de una vanguardia que no pudo coordinar de inmediato sus masas. Las rebeliones del 4 de febrero y del 21 de noviembre de 1992, al igual que el Caracazo, fueron pronunciamientos contra el plan de desnacionalización que avanzaba el bipartidismo. Pero no consistieron sólo en rebeliones militares: implicaron una estrecha colaboración con políticos y partidos izquierdistas para un apoyo de las masas que no pudo manifestarse de inmediato en forma eficaz. Su impacto no se limitó a lo castrense: actuaron como detonante de una incontenible protesta social que signó la década inmediata y sepultó al bipartidismo. Y demostraron que un movimiento social puede catalizar uno militar, y viceversa, para finalmente sincronizarse y cristalizar en el arribo al poder por la vía institucional de las elecciones, para iniciar un proyecto revolucionario.
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Sin embargo, así como no basta que un ejército esté de parte de la oligarquía para asegurar su eterna dominación, tampoco es suficiente que un ejército se declare a favor de la causa popular para que ésta devenga revolucionaria. La fuerza popular debe definir con precisión su ideología, organizarse, convertirse en una suerte de ejército civil revolucionario. Alistada en él, o cohesionada con él, debe librar la batalla por la hegemonía, que es la que decide verdaderamente la cuestión del poder. Esta confrontación se entabla en el plano social, económico, político, cultural. En las organizaciones sociales, como en el ejército, se ha de evitar la infiltración del enemigo; el uso del colectivo para fines individuales; el empleo de la fuerza organizacional para el pillaje; la falta de claridad sobre tácticas y estrategias; el otorgamiento de ascensos y comandos por causas distintas del mérito; la desmoralizadora acumulación de privilegios en los mandos y de sacrificios sin reconocimiento en la militancia; el premio de la cobardía y la recompensa de la traición; la tendencia a rehuir enfrentamientos y sustituirlos por capitulaciones o componendas; la propensión a convertirse en reflejo fiel del enemigo al cual se dice combatir.
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