Luis Britto García
La sinceridad de Hamlet
El Príncipe Hamlet está
loco, pero –apunta Polonio- en su locura hay un método. Su sistema es la
sinceridad. Sus frases atroces sonverídicas,
contravienen alguna convención social, desbaratan el tinglado de las
apariencias. Su novia Ofelia es un atado de mentiras: “Dios te da una cara, y
tú te haces otra”, le reprocha ásperamente. Al mirar una nube, dice primero que
tiene forma de camello, luego de comadreja, finalmente de ballena, para
contemplar cómo el adulante Polonio corea
cada una de las contradictorias similitudes. El mismo Príncipe se define en los
más feroces términos: “Soy indiferentemente honesto, pero podría acusarme de
tales cosas, que mejor que mi madre no me hubiera parido: soy orgulloso,
vengativo, ambicioso; con más resentimientos en mi mente que pensamientos para
alojar en ella, imaginación para darles forma o tiempo para cumplirlos”.
El joven Príncipe es inhumanamente
verídico porque duda. Se le aparece el fantasma de su padre para denunciar que
ha sido envenenado por su hermano para casarse con la reina viuda. El Príncipe
resuelve no vengarse antes de verificar la acusación, pues “El espíritu que he visto podría
ser el diablo, y el diablo tiene el poder de asumir una forma placentera”.
Para asegurarse, hace representar una pieza que muestra el asesinato de un Rey;
la reacción del tío fratricida ante esta ficción parece probar su culpa.
Enviado a Inglaterra, Hamlet abre las
credenciales diplomáticas, y encuentra una petición de ejecutar al portador. Como
en el manierismo, como en la vida, lo falso resulta cierto, lo cierto
indistinguible de lo falso.
La duda del Príncipe
replica la de los pensadores del siglo XVI: ¿Podemos distinguir entre lo
verdadero y lo incierto? ¿Es posible sobrevivir en un mundo de ficciones sin
aparentar? Las respuestas son el método de verificación experimental de Bacon y
la falsa conducta pública que Maquiavelo recomienda a los Príncipes. Si nada sabemos
del pensamiento e intenciones de los demás, bien podemos ocultar los nuestros. ¿Qué
mejor forma de expresar esta perplejidad que una pieza construida sobre la ironía
y la duda metódica, donde se pierde la vida cuestionando el hecho de ser o no ser? Desde entonces el signo
de esta vida y el de la próxima no son más que misterio.
La errancia de Telémaco
Llegamos así a James
Joyce y su descripción de un día en la vida de los heterogéneos dublinenses en
su novela Ulysses (1922). Algo grave
ha ocurrido en este cosmos. Ya no son sólo un hidalgo o un Príncipe quienes
viven en un mundo a la vez cotidiano y ficticio. Cada ciudadano enfrenta su más
prosaica realidad, pero al mismo tiempo fabrica una apariencia de ilusiones y
esperanzas para paliarla. Decía Ludwig Wittgenstein que los límites de nuestro
lenguaje son los de nuestro universo. Cada personaje del Ulysses articula un habla propia y en términos de ella formula
temores y espejismos. Pero este lenguaje es el más espontáneo y menos elaborado: el del
monólogo interior, ese ininterrumpido flujo de pensamientos que nuestra mente
teje ante la cotidianidad. El sicoanálisis lo desautoriza sin embargo como discurso veraz: los procesos de nuestra
mente ocurrirían en el Subconsciente, zona insondable y oculta a la conciencia.
Ni conocemos el mundo ni nos conocemos.
Así, el comisionista Leopold Bloom espera que venderá muchos
anuncios y que a fuerza de mansedumbre logrará que su esposa Molly deje a su
amante Blazes Boyland; el poeta Stephen Dedalus, que sus versos expresarán “la
increada conciencia de su raza”; Molly Bloom, que aunque sea en sueños podrá
decir de nuevo por primera vez “Sí”. Ya no hay un discurso válido ni
predominante: las voces se precipitan como burbujas en el irreversible torrente del tiempo
y el vacío. La vastedad de la vida anula mutuamente los discursos. Para autor y lector todos tienen idéntica
irrelevancia.
¿En qué medida expresa el
Ulysses una preocupación compartida
en su época, que es todavía la nuestra? James Joyce adolescente se niega a
rezar para complacer a su madre que agoniza. “No serviré a aquello en que no
creo”, pone en boca el escritor a su personaje Stephen Dedalus, quien vive una peripecia semejante. Esta
disyuntiva de un joven es la de toda una época. Primero el positivismo y el
Materialismo Dialéctico, luego el Relativismo, han demolido toda certidumbre.
“Si Dios no existe, todo está permitido”, barruntan los atormentados personajes
de Dostoievski. Si no hay cosmos
ordenado ni mente racional ¿A quién servir, y cómo creer en él?
Entre fines del siglo XIX
y principios del XX va siendo abandonado el positivismo, con su pretensión de
que el mundo podía ser descrito de manera absolutamente precisa y objetiva y de
que a partir de causas conocidas se
podían prever con exactitud todos los efectos. La Teoría de la Relatividad y el
Principio de Incertidumbre postulan que la percepción del mundo depende del
espectador. Este subjetivismo se propaga al resto de la cultura. Se escriben
novelas narradas desde el punto de vista del protagonista, quien a su vez
olvida o reinventa el pasado. Se postula que un cuadro no representa de manera
precisa un objeto, sino la impresión transitoria de él que reflejan determinada
luz y cierta hora del día. Se crean obras que no replican el mundo real, o que
lo distorsionan con el absurdo. No hay discurso dominante que certifique de
manera absoluta lo real y lo falso ni en el mundo natural ni en el social.
James Joyce eligió y en
parte inventó la forma subjetivista, impresionista, imprecisa, indeterminista
de representar literariamente este cosmos donde el tumulto de las voces
particulares se invalida mutuamente.
A diferencia de lo que ocurre con las Ciencias, en las Artes conocer un procedimiento no capacita para replicarlo. Para el genio no hay fórmula. Faltará siempre un detalle, un imponderable, un misterio entre la comprensión y la ejecución de una obra maestra. Cuando tal misterio sea técnicamente develado, habrá caducado la utilidad de nuestra especie.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.